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Jonathan Mallada Álvarez

Crítica / Zarzuela

Jonathan Mallada Álvarez

Un final de lujo

Notable acierto musical y escénico para el cierre de la temporada de teatro lírico

La XXVIII edición del Festival de Teatro Lírico español de Oviedo se clausuraba con “El Gato Montés”, ópera española de Manuel Penella que se había dejado sentir en el Campoamor por vez última en 2013. Podemos decir que el círculo quedó cerrado tras la doble función de “La Tempranica” y “La Vida Breve” que sirvieron como inauguración de este ciclo, obras que mantienen una estrecha relación con la compuesta por Penella y que guardan incluso alguna reminiscencia escénica.

Un final de lujo

En esta ocasión, la producción que aterrizaba en el Campoamor era la del Auditorio de Tenerife cuya dirección de escena corre a cargo de Raúl Vázquez. La propuesta del bilbaíno, inspirada en las pinturas de Julio Romero de Torres, ayuda a comprender y seguir la trama desde la sencillez. Alejándose de los tópicos, nos abre las puertas de la casa de Rafael evolucionando hasta convertirse en plaza de toros o capilla ardiente e incluyendo otros elementos propios de lo andaluz y de la tragedia como la rejería o la luna llena (de gran simbolismo lorquiano) que vertebrarán el segundo acto. Toda esta escena se potencia acertadamente por la iluminación y gracias a un buen vestuario, inicialmente con predominio de rojos y, conforme avanzaba la ópera, optando por tonos más fríos. También resultan efectistas las proyecciones y el recurso de la cabeza de toro que aporta el dramatismo visual correspondiente al hilo argumental.

En cuanto a los protagonistas, Nicola Beller Carbone (Soleá) estuvo muy expresiva a lo largo de la noche. La carnosidad de su voz y su bello color se complementaron con unas buenas dotes interpretativas. Gillén Munguía en el papel de Rafaelillo dejó dudas. Por momentos con una evidente falta de proyección y volumen, su rol algo enérgico no lo hacen el candidato ideal para ese papel. Aun así, se defendió, destacando el dúo “Torero quiero ser”. Estos pequeños defectos se hicieron más evidentes en oposición a un Àngel Òdena (El Gato Montés) pletórico, con proyección en los fortes y con unos pianísimos expresivos y bien timbrados, matizando bien cada una de sus intervenciones y luciendo unos armónicos majestuosos; un papel enérgico e intenso que le va como anillo al dedo a sus cualidades vocales.

Frasquita fue desempeñada por una más que convincente Marina Pardo, quizá algo engolada por momentos, pero ciñéndose a su papel con solvencia. Sandra Ferrández mostró un timbre más natural y cálido, primando el registro de cabeza, aun en la tesitura más grave, sin resentir el volumen. Sugerente en sus intervenciones como en “¡Salú pa la gente güena!”, donde los gitanillos de la Escuela de Música “Divertimento” se mostraron muy sólidos vocal y escénicamente. Francisco Crespo, espléndido como El padre Antón, desató sobre el escenario toda su proyección y exhibió con rotundidad la profundidad de su voz sin perder claridad en la dicción, muy esmerada por parte de todo el elenco de secundarios y figuración, que funcionó a las mil maravillas. También destacó el cuerpo de baile, conformando escenas de gran belleza que daban respiro a la trama, presagiando y anticipando el desenlace, con vistosidad y elegancia.

Pero todo el peso de la ópera española recaía sobre el foso, donde la orquesta Oviedo Filarmonía dejó claro el nivel adquirido y el buen de momento de forma que atraviesa en manos de su director titular, Lucas Macías, en lo que supone un paso más en su carrera como director. A pesar de no caer siempre juntos con los cantantes en la escena, la agrupación ovetense estuvo bastante ajustada y lució un sonido presente y equilibrado. El director onubense supo extraer todo el jugo posible de una OFIL que se mostró muy poderosa y compacta en la segunda mitad, destacando su interpretación del archiconocido pasodoble que ha alcanzado su fama desligándose de la ópera.

El coro de la “Capilla Polifónica Ciudad de Oviedo” tenía un toro bravo por delante, ya que las páginas de Penella suponen un reto a la hora de encontrar referencias para sus intervenciones, no tan evidentes como acostumbra la zarzuela. Sin embargo, estuvieron precisos en cada entrada y con una afinación impecable, bien empastados (tanto dentro como fuera de la escena) y luciendo un color hermoso en todo momento.

En definitiva, una producción interesante, que convence en lo musical y en lo escénico y que supone un buen broche para culminar una temporada que, sin tantos focos mediáticos ni ayudas estatales como otros teatros, sigue siendo la única estable junto a la del Teatro de la Zarzuela de Madrid y ha logrado sacar adelante su temporada. Esperamos que el futuro ciclo, próximo ya a la conmemoración las tres décadas de Festival, cuente con un aforo libre de restricciones y alguna función más, ya que las dos existentes en la actualidad se quedan cortas para el público ovetense, ávido de teatro lírico nacional.

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