Hacía ya bastantes años que había perdido la pista de un gran amigo. Santiago y yo habíamos sido inseparables durante nuestra infancia y buena parte de la adolescencia. Si bien, había ciertas cosas que nos hacían diferentes: su alto coeficiente intelectual y su rapidez mental. Un portento para las matemáticas, al tiempo de ser un precoz jugador de ajedrez. La genética también le había dado ventaja pues había sido muy generosa con su físico. Uno de nuestros entretenimientos favoritos consistía en observar a personas caminando y, de acuerdo a su traza, adjudicarles profesiones; casi nunca coincidíamos. Hoy en día, en la distancia, debo reconocer que siempre me incomodó tener a mi lado a “pitagorines”. Puede que aquello hubiera sido el preludio de mi posterior incorrección política, sin que ello fuera suficiente lastre para truncar nuestra sincera amistad. Como consecuencia de su marcha para estudiar interno en un colegio de Álava, nos fuimos distanciando. Algún tiempo después supe por amigos comunes que había ingresado en el noviciado de la Compañía de Jesús.

Al poco de comenzar la década de los noventa, acudí como invitado a una presentación y posterior cata de vinos, cosa muy en boga en aquellos época, de una conocida bodega de Peñafiel, que tenía lugar en el imperio de los hermanos Cantón (La Gruta). Próximo al salón donde iba a celebrarse el evento, sentí una fuerte palmada en el hombro, al volverme me encuentro frente a una especie de “collage”: la fachada de un personaje novelesco de Fitzgerald, envuelto en accesorios de Gordon Gekko (Wall Street); sosteniendo en su mano izquierda un ostentoso puro apagado. Tardé unos instantes en reaccionar... “¡Santiago!”, exclamé, no sin dudar. “Bueno, ya no querido amigo. Ahora soy Yago” precisó. “¿Vienes a la cata?”, pregunté. “Cuánto me gustaría. Estoy inmerso en una reunión de captación de clientes. Dame tu teléfono, te llamo y nos vemos”, replicó. “Anota”, dije. “No hace falta, de memoria”, remató. Durante la cata no conseguí quitarme de la cabeza aquel fugaz encuentro.

Unos días después recibí su llamada; total que quedamos citados para la mañana del sábado en La Paloma. “¿Qué te trae por Oviedo?”, pregunté. “Bueno, verás. Viajo mucho. Vivo aquí, allá, este negocio es itinerante”. Del billetero sacó una tarjeta: Florencia & Yago: asesores financieros. “Estamos viviendo unos tiempos con viento favorable: la globalización, el despertar tecnológico, las plataformas digitales, los movimientos rápidos de capital; todo se compra y se vende. Esto no ha hecho más que empezar”.

Un viernes por la tarde me llama: “¿Tienes la noche libre? Quiero que conozcas mi método. Paso a buscarte”. En un chalet ubicado en zona residencial no muy apartada del centro, tenía el amigo Santiago su centro operativo. Bonita puesta en escena. Se abre una puerta y aparece una belleza de larga melena negra, ojos verdes y vestida de tiros largos. “Te presento a Florens, mi gurú”. Descaradamente quedona y provocativa. “¿Cómo os conocisteis?”, se me ocurrió preguntar. “Los caminos del Señor son inescrutables, querido amigo”. Al poco rato aquello comenzó a tomar ambiente. Las chicas acudían al salón a recibir a los clientes y comenzar las transacciones. La oferta de las tecnológicas resultaba atractiva, francamente tentadora, así que me sentí obligado a tomar posiciones. Solo pude aprovechar aquella ocasión un par de noches más, ya que en mi peculio no abundaba el color. Recuerdo una frase de mi admirado y sabio maestro, Cayo Fontán: “No hay cosa peor que un religioso rebotado; casi siempre suelen mutar en diablos”. Alegría que es gerundio, como suele repetirme un simpaticón camarero. Pues eso.