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Emilio Cepeda

Las crónicas de Bradomín

Emilio Cepeda

Observatorio

La fauna que puebla los bares a ambos lados de la barra

Durante un viaje, cayó en mis manos la revista editada por la compañía aérea en la que volaba. De entre la variada información que ofrecía el magazine llamó mi atención un artículo: la observación, técnica y desarrollo. “La observación es el proceso de mirar y contemplar de forma sistemática y determinante cómo se desarrolla la vida social, lo que está sucediendo a tu alrededor”. “Todo se resume en tres premisas básicas. Ver: percibir a través de la vista. Mirar: dirigir la vista a persona u objeto. Observar: examinar atentamente”. Finalizaba el trabajo con un test para determinar tu capacidad de observador. En ello me entretuve. Debo decir que me quedé un tanto sorprendido por la puntuación final alcanzada: 7 de 10. Vamos, que reunía unas cualidades naturales para ser un aceptable observador.

De mis años juveniles, recuerdo que tenía fijación o manía por las placas de profesionales que decoran las entradas en los portales. Entre los diversos materiales de las mismas, solía tener preferencia por las metálicas, especialmente las de bronce o latón. Aquellas bordeadas de una pátina verdosa, especie de solera adquirida con el paso del tiempo y que dan realce en las zonas más nobles de la ciudad. Era como la sublimación de un estatus. También, y durante algún tiempo, los uniformes de gran enjundia colmaron mi curiosidad, en especial los de pompa y solemnidad. Con el paso de los años, mi instinto fisgón fue derivando hacía el comportamiento más pedestre del personal.

Los espectáculos de masas son lugares donde, con frecuencia, se suelen perder los papeles. Recuerdo en el viejo Tartiere, en un asiento próximo al mío, un estirado y reconocido catedrático se perdía por la boca desde el mismo momento que los árbitros pisaban el césped. Pero es en los bares, cafeterías o sidrerías donde suelo encontrar un amplio escaparate de despropósitos donde dar rienda suelta a mi inclinación de “watcher”. Veamos.

Hay un espécimen de camarero que va a trabajar provisto de todo tipo de cachivaches colgando del cinturón: manojo de llaves, móvil y una especie de herramienta multiusos, entre lo más común; además de abundante quincalla en manos y orejas, rematando el retrato con estampados tatuajes de lo más diverso. Están los que se empeñan en tener un trato cercano, casi familiar con el cliente, empecinados en saludar a tu pareja con un beso en la mejilla. Existen los pelotilleros, muy dados a anunciar tu presencia vociferando tu nombre. Los cotillas de barra que esperan la ocasión para entrar en conversaciones ajenas; los chistosos, enterados, futboleros, taurinos, cinéfilos, enciclopédicos; incluso los hay mimetizados en la misma estupidez que su empleador.

Entre la clientela, los de edad provecta suelen dar mucho juego. El caballero que con la trabajada uña del dedo meñique hurga en orificios en busca de cerumen y moco seco, es uno de mis preferidos. El pedante que acecha a sus víctimas para montar la controversia. Los que utilizan el mondadientes adoptando ridículas posturas de manos. La señora que se rasca la cabeza con un tenedor para no despeinarse. Aquella que ante el despiste del marido aprovecha para rebañar la propina. El empático cliente que jamás saca la cartera. Los delicados pluscuamperfectos de invernadero que gustan de llamar la atención. También las parejas, matrimonios o no, que están a verlas venir sin dirigirse la palabra. A propósito de esto último, contaba el torero Rafael “El Gallo”: “Fíjate si seremos amigos, éste y yo, (por Juan Belmonte) que nos pasamos cinco horas juntos sin decirnos palabra”.

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