La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Carlos Fernández Llaneza

Raíces de piedra

Ante la celebración de los 1.200 años de la Catedral de Oviedo

“Los basamentos del mundo no son los regímenes políticos ni las teorías socioeconómicas, sino las catedrales, que apuntan al cielo, elevando la humanidad hacia Dios, quien con la fuerza de su amor, sostiene a la ciudad y a sus habitantes”.

(Ken Follet)

No es fácil llegar a cumplir 1200 años. Hay mucha historia que superar. Nuestra Catedral lo ha logrado. Esta semana se cumplen los doce siglos desde su dedicación. Una efeméride que es obligado celebrar. Hace años que la Catedral ejerce sobre mí una atracción a la que me es muy difícil sustraerme. Me fascina. Me sobrecoge. Me atrae como un poderosamente. Cuando atravieso su umbral siento que entro en otro mundo. O en otro tiempo. Tengo la sensación de que los parámetros cotidianos del tiempo y del espacio se distorsionan. Su atmósfera, su silencio, su luz, su olor, su ser, su historia, su magnitud, me inundan. Y tal parece que percibiera el sentir de los miles de ovetenses que, a lo largo de los siglos, se llegaron hasta esta Santa Iglesia Catedral Basílica Metropolitana de San Salvador y de los Doce Apóstoles con sus penas, miedos y esperanzas, a descansar sus muchas fatigas en la “kathedra”, silla que a todos debe acoger y abrazar. Y el de peregrinos que, llegados de remotos lugares, venían, movidos por la fuerza motriz imparable de su fe ancestral, a postrarse ante la figura del Salvador y a venerar las reliquias custodiadas en su Cámara Santa, Sancta Sanctorum ante el que no se hacían preguntas y, simplemente, se dejaban sobrepasar por lo ignoto e inabarcable de un misterio secular. Devoción y fe. Tradición y costumbre. Historia y leyenda se dan la mano a través de un tiempo que, hoy, quiere alejarse de días en que Oviedo era una ciudad sometida al gris de sombras levíticas. Oviedo no sería lo que es sin su Catedral. Ha crecido a su sombra. Al ritmo de los tañidos de sus añosas campanas. La Catedral crecía y crecía Oviedo. Tanto monta. Hoy, esos centenarios muros siguen guardando, intacto, el frescor de lo misterioso. Entre sus oscuras soledades, entre los tenues rayos de sol que filtran sus polícromas vidrieras, aún permanece el espíritu de esos ovetenses de fe inocente e incondicional que se asomaban, inquietos y curiosos, a un lugar que no era de su mundo.

Este aniversario nos brinda la oportunidad de acercarnos a nuestra Catedral. De, sencillamente, admirarla. De sentirnos orgullosos de su pasado. De su presente. De lo que fue y significó en nuestra historia común como sociedad. Sintiéndola nuestra para no contradecir a Antonio Pérez y Pimentel, que en su obra “Recuerdo de Oviedo” de 1926, se lamentaba de que “apena el ánimo ver cuán pocos se dan cuenta de los tesoros artísticos, religiosos, históricos que la Santa Basílica encierra cuidadosamente guardados”.

Entremos en ella. Sentémonos. Contemplemos. Escuchemos. Extasiémonos con su belleza eterna. Dejémonos invadir por un entorno seductor y atemporal. Quizá oigamos leves susurros de humildes rezos que sobrevivieron al tiempo entre las alturas góticas. O recordemos la maravillosa descripción de Leopoldo Alas “Clarín”: “Poema romántico de piedra, delicado himno, de dulces líneas de belleza muda y perenne”. Inigualable.

¿Se sientes capaces ustedes de definirla? Inténtenlo. A fin de cuentas, el alma de cada ovetense también está forjada con un pequeño pedazo de nuestra catedral.

Da igual cuan altas estén las nubes. Da igual cuan alto construyamos nuestros edificios. La Sancta Ovetensis seguirá señoreando el cielo ovetense.

Para todos. Por siempre.

Compartir el artículo

stats