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Gonzalo García-Conde

Paraíso capital

Gonzalo García-Conde

El Desarme, incomprensible fartura tradicional

Reflexiones sobre la naturaleza y el origen de una de las fiestas gastronómicas más singulares de la región

Si hay una estación en la que Oviedo sea más Oviedo aún, si cabe, esa es el otoño. Si hay que elegir un mes, hay que señalar el de octubre. Para empezar, y por alguna razón que me siento incapaz de comprender, porque es el momento más soleado del año, más estable en lo que al buen tiempo se refiere. Disfrutamos en este periodo un microclima ligado al cálido “aire les castañes”. Si usted tiene una hija casadera y está pensando en qué época reservar un banquete al aire libre, yo le recomiendo octubre como primera opción.

También es en esta época cuando Vetusta recupera su ritmo, su velocidad de crucero habitual. Se regresa de ese largo veraneo de fines de semana haciendo planes en la costa o detrás del Pajares. Se cierra la temporada de fiestas de prao, de un plumazo se le da carpetazo clausurando las hostilidades mateínas. Cuando caen las primeras hojas de arce en el Campo se puede entender que todo ha vuelto ya a la normalidad. Los comercios de textil estrenan temporada, vuelve la ópera al Campoamor, los días menguan paulatinamente, nos ponemos muy pavos con la Semana de los premios “Princesa de Asturias” y el olor a castañas asadas da calor al Paseo de los Álamos. Todo eso que está en el código genético del buen carbayón.

Entre tanta seña de identidad es cuando celebramos una de las fiestas gastronómicas más singulares de cuantas tenemos: en los escaparates de nuestros negocios hosteleros se cuelga un cartel con la leyenda “¡Hay Desarme!”. Uno de esos menús que parecen retar al sentido común y al instinto de supervivencia: garbanzos con bacalao y espinacas, callos a la asturiana y, no vaya a ser que quede alguien con hambre, una fuente de arroz con leche. Está fechado en el 19 de octubre pero en nuestra tradición ocupa los dos fines de semana de su periferia.

Se ha especulado mucho sobre el origen de esta fiesta, que no parece tener en sí misma ningún sentido ni equilibrio nutricional. Que presenta además un nombre muy poco gastronómico. La enciclopedia virtual Wikipedia enumera cuatro leyendas al respecto con mayor o menor grado de verosimilitud. Una de ellas avalada por un estudio que parece haber alcanzado ciertas certezas históricas. Pero, por el amor de Dios, ¿cuál es la necesidad? Si una de ellas es un cuento tan maravilloso, brutal y desproporcionado que hace a las demás palidecer al compararlas. Siempre defenderé como mi verdad la más inverosímil de todas.

Se dice, se cuenta que, en plena Guerra Carlista, las tropas isabelinas resistían con más pena que gloria dentro de los muros de la ciudad. Que llegado el final de sus fuerzas y sus recursos bélicos tuvieron una idea genial al más puro estilo “caballo de troya”. Simularon rendirse y ofrecer a los conquistadores un copioso menú para congraciarse con ellos, algo no tan descabellado en una guerra de hermanos contra hermanos. Ahí les sirvieron los famosos garbanzos de vigilia, los callos guisadinos y el arroz con leche para retacar. Ante semejante pero deliciosa desproporción, el ejército carlista sucumbió al pecado de la gula, sufriendo a continuación las inevitables consecuencias en forma de pesada digestión y siesta forzosa. Momento que, muy sibilinamente, el ejército isabelino aprovechó para desarmar y dar por cautivos a sus enemigos fratricidas. Más asturiano, imposible. Victoria por fartura.

Hay una frase de Mark Twain que reza: “El secreto de la vida es comer lo que te gusta y dejar que la comida combata dentro”. Así combatimos y vencemos en nuestra tierra a los foriatos malintencionados. Yo, por mi parte, ayer me comí un buen plato de garbanzos. Mañana le llega el turno a los callos. Quizá el domingo me meriende el arrocín con leche. La moraleja la tengo clara, hay que dividir o morir en el intento.

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