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José Ignacio Algueró Cuervo

En recuerdo de una gran docente

La huella que Charo Piñeiro dejó en sus alumnos

Nos ha dejado María del Rosario Piñeiro Peleteiro, Charo Piñeiro” para sus más cercanos, y La Piñeiro –dicho con el mayor respeto– para quienes constituimos su alumnado a lo largo de varias décadas de fructífera labor docente.

En un momento como el actual, en el que la utilización de los recursos tecnológicos es presentada por muchos como la base principal del éxito del proceso de enseñanza-aprendizaje. En un momento en que la propia Administración trata de facilitar al máximo la superación de niveles educativos, incluso con materias pendientes, frenando con ello –quizá involuntariamente– el necesario espíritu de esfuerzo y autosuperación de los discentes. En un momento, en fin, en que la formación humanística, siempre tan necesaria, pierde peso ante la tecnológico-científica, el recuerdo y la admiración por la labor desarrollada por la profesora Piñeiro se agigantan.

De baja estatura física, y con un caminar particular, entraba en el aula con paso vivaz, envuelta en una bata blanca siempre impoluta. Tras el correspondiente saludo, comenzaba sus rigurosas y bien preparadas exposiciones, hechas con una pasión que hacía que su figura se agrandara en el estrado desde el que nos hablaba, y siempre con un objetivo que era su obsesión: hacerse entender por todos aquellos que mostráramos interés por la materia. Podía repetir con otras palabras lo recién explicado, si pensaba que no se le había entendido; llegaba, incluso, a ofrecerse a resolver alguna duda puntual al final de la clase, aunque estuviera fuera del horario de docencia directa, y a aportarnos el material complementario que fuera preciso.

Consideraba que el éxito nacía del esfuerzo, el estudio y la constancia, y que su éxito era nuestro éxito, nuestra superación de las dificultades. A este respecto, relataré brevemente una anécdota ilustrativa. Una compañera mía de 1º de Magisterio, allá por el año 1977, tenía dificultades para aprobar la materia impartida por la profesora Piñeiro, y había suspendido algún examen. Un día, doña Rosario irrumpió feliz en el aula y fue a decirle a dicha compañera que el último, por fin, lo había aprobado. Ante la incredulidad de la afectada, las dos pudieron comprobar que quien había superado la prueba escrita era otra alumna con los mismos apellidos, pero de distinto nombre.

Su ejemplo y su entrega obtuvieron la respuesta merecida: no recuerdo a ningún compañero o compañera que le faltara al respeto o que hablara mal de ella; al contrario, cariño y gratitud fue lo que recogió.

Hace unos veinte años, mi esposa y yo la visitamos en su casa. Jovial, acogedora, orgullosa como siempre de sus hijos, feliz de su trayectoria humana y profesional, nos deseó lo mejor. Hoy que su barca ha varado definitivamente, puedo decirle, parafraseando a Gabriel Celaya, que en otros barcos, los de quienes fuimos sus discípulos, sigue su bandera enarbolada. Descanse en paz.

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