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Saber para poder enseñar

Los alumnos de Charo Piñeiro en la Escuela de Magisterio en los años sesenta glosan la figura de la reconocida profesora tras su fallecimiento

La celebración del Día del Maestro del presente año se antoja, para buena parte de los docentes asturianos, estudiantes de la Antigua Escuela Normal del Magisterio de Oviedo, bastante triste. El gran referente que teníamos del profesorado de dicha Escuela se nos ha ido. Su imagen era la primera que nos venía a la mente por la fuerza que nos trasmitió, el estímulo que nos brindaba, la disciplina de esfuerzo y superación, la severidad y exigencia cuando eran necesarias y el cariño cuando hacía falta.

Saber para poder enseñar

En aquel principio del curso de 1966 coincidimos allí muchachos de diversa edad, condición y expectativas personales. Unos acababan casi de estrenar los primeros pantalones largos y acababan de dejar atrás la adolescencia. La mayoría iba a intentar finalizar sus estudios, otros parecía que no lo tenían tan claro. Una tropa difícil de controlar. Pero cuando Rosario Piñeiro Peleteiro –cuando “La Piñeiro”– entraba en el aula se producía un silencio sobrecogedor hasta que con su voz firme, con inflexiones de dulzura gallega, iniciaba la explicación del día. Un mosquito que zumbara en el aula habría hecho el efecto de una moto a escape libre.

Saber para poder enseñar

Su figura, “menuda como un soplo”, que diría Serrat, se agrandaba ante nuestros ojos merced a su aplomo, a su energía, a su rigor. Charo tenía autoridad, se imponía a cualquier tipo de alumnado. Y, en otro sentido, era una autoridad en sus materias, Geografía e Historia, cuyas lecciones preparaba de manera exhaustiva. Ella justificaba su actitud con una frase muy sencilla. “Es que a Jesús y a mí nos gustaba enseñar”. Jesús, claro, era D. Jesús Neira, su marido y compañero de claustro que fue nuestro magnífico profesor de Lengua y Literatura Española.

Trabajadora infatigable nos hacía trabajar los contenidos, nos hacía estudiar: mapas, climogramas, textos, apuntes... Corregía nuestros exámenes y nuestros trabajos puntual e impecablemente. Pero no se limitaba a extender una nota: te aconsejaba, te puntualizaba. Trabajaba las correcciones con el mismo entusiasmo y organización que las clases que impartía.

Dos anécdotas pueden ayudar a perfilar el carácter de esta mujer excepcional: siendo estudiante de Geografía en la Universidad de Santiago aprobó cierta asignatura en la convocatoria de junio. Pero como en su opinión, pese a haber aprobado, no había aprendido lo suficiente, se pasó el verano asistiendo a una academia para profundizar en una materia que ya tenía aprobada. No le bastaba aprobar. Quería saber para enseñar.

En el último curso de nuestra carrera salieron las normas para la nueva convocatoria de oposiciones a las que tendríamos que concurrir si terminábamos. En esas normas se contemplaba la realización de una prueba objetiva de cien preguntas. Era la primera vez que iba a ser así. Cuando se enteró se llevó un buen disgusto, lo dijo en el aula y anunció un cambio de metodología y de enfoque de contenidos para capacitarnos mejor de cara a la superación de la prueba. Estimaba que el método seguido hasta entonces nos preparaba para el desarrollo de un tema más que para la prueba objetiva. Se preocupaba realmente por el futuro de sus alumnos.

Se cumplen ahora dos años de la celebración de los cincuenta años de nuestra promoción. Fue el único miembro de aquel claustro que asistió. Los demás, o ya no estaban o no fueron localizados por los organizadores. El motivo es que Charo era una profesora muy joven, poco mayor que nosotros, cuando éramos estudiantes. Aquel día tuvimos el honor de compartir su mesa y gozar de su conversación. Estaba feliz, estaba entre amigos. Por aquella mesa pasaron a saludarla y a testimoniarle su afecto y agradecimiento la inmensa mayoría de los reunidos. Y es que, como me escribió el amigo Juan Redondo, que fue maestro de la Gesta durante diez años, a Charo había que agradecerle siempre y sobre todo el espíritu de esfuerzo y su nivel de trabajo.

A lo largo de estos últimos años, nuestra relación con ella nos hizo descubrir otras muchas facetas de su personalidad y de su actividad incesante: tocaba el piano, había formado parte de grupos de baile regional gallego, era una apasionada del encaje de bolillos. Era una gran cocinera y, sobre todo, una gran repostera: magdalenas, galletas, tartas…

Pero sobre todo era una madre y una abuela cariñosísima y muy orgullosa de sus hijos y de sus nietos, y supo ser el centro de gravedad de una familia ejemplar.

Al conocerse la triste noticia, algunos compañeros, sabedores de la relación que seguíamos manteniendo con ella, nos hicieron llegar sus opiniones, unánimemente encomiásticas. Era muy querida por sus alumnos. Todos, al igual que sus hijos, hemos quedado un poco huérfanos con su desaparición.

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