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Opinión | Paraíso capital

El Antroxu, un fartón enmascarado

La vertiente gastronómica de la fiesta de los disfraces

No hay fiesta que me guste menos que el Carnaval. No va conmigo ni con mi forma de ser. Me estresa, me aturde, me cansa. No me siento identificado. No me interesa. Ni siquiera lo veo parte de nuestra tradición. Me irritan los comportamientos histriónicos, lo exagerado, y es esa precisamente la naturaleza de esta festividad. Es un día en el que, más que ningún otro, escojo la sobria neutralidad. Que quede claro desde el principio: paso del Carnaval.

Sí, es cierto, reconozco que es una fiesta que tiene lazos con casi todas las culturas. En la nuestra, la fecha marca el último día antes del miércoles de ceniza. El día previo a la Cuaresma, que es la preparación espiritual para la Semana Santa. Esto es algo que, hoy en día, sencillamente se entiende como una opción personal. Pero la religiosidad, no hace tantas décadas, era algo que tenía carácter institucional y cuasi militar. El martes de Carnaval, cuarenta días antes del Domingo de Ramos, era el último en el que Don Carnal podía dar rienda suelta a sus instintos más bajos, amparado por el anonimato enmascarado, antes de ese periodo obligatorio de oración, recogimiento, ayuno y abstinencia.

Los Carnavales de Asturias no son los más famosos del mundo. No tienen la elegancia veneciana, ni la exuberancia de Río de Janeiro. No ofrecen el calor afrodisíaco del jazz de Nueva Orleans, ni la gracia chirigotera gaditana, ni sirven de puente entre culturas, como pasa en todas y cada una de las Islas Canarias. Aquí tenemos los de Avilés, que siempre ha sido gente que se ha tomado lo de divertirse muy en serio. También son relativamente célebres los de Gijón y Llanera. Y luego está el de Luanco, que siguiendo la estela del Carnaval de Notting Hill, han optado por celebrarlo en verano. Divertidos todos para quien le guste disfrazarse, sin llegar a tener nada especial que les dé trascendencia internacional.

Pero en Oviedo no, ni siquiera eso. Aquí la cosa no termina de funcionar. En la noble Vetusta, una vez más, templamos lo terrenal. En la única fecha en la que se permitía al vulgo celebrar los pecados de la carne, lo lascivo y lo grotesco, la ciudad siempre ha respondido con indiferencia, como yo. Ni siquiera la rivalidad entre poblaciones ha servido en este caso como acicate. Solo en tiempos de Gabino como alcalde se le dio un poco de visibilidad, se trasladó la fecha al primer sábado de Cuaresma y se promovieron algunas medidas como el pasacalles, los concursos de disfraces de bares y algunas cosas más. ¡Cómo le gustaban los barullos al míticu De Lorenzo! En eso se diferenciaba claramente de Canteli, hay que reconocérselo.

En nuestra tierra, al Carnaval lo conocemos como el Antroxu, palabra muy generosa que tiene origen en la matanza. Así se llamaba a la parte del gochu que se le regalaba a los vecinos que no tenían ganado propio. Esa sí que es la grandeza de nuestro carácter. ¿Qué es lo que sí hacemos bien los asturianos en Carnaval? Sentarnos a la mesa a fartar como borricos. Cuantos más amigos, mejor. No íbamos a dejar pasar la oportunidad así como así. Si hay un atisbo de fiesta en el horizonte nos falta tiempo para diseñar un menú al que bautizar con tal nombre. El del Antroxu, acorde a nuestra larga tradición de festividades pantagruélicas, consta de pote asturiano, picadillo con patatas, frixuelos y casadielles. Pero el pote, cuidado, no uno cualquiera, no de esos potes que son casi como una fabada con berzas, como quien dice una ensalada. No, no. El del Antroxu es un señor pote con todos los extras de compango posibles: rabo, careta, oreja, patata, nabo, costilla. Todo lo que haya por casa.

A quién queremos engañar, amigos. Si lo que nos gusta en esta tierrina es ponernos tibios. Qué disfraces ni qué caretas, ni danzas, ni chirigotas. Don Carnal, aquí, se sienta a la mesa.

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