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Como el eterno personaje de Stevenson, Antonio Rodríguez Gutiérrez ocultaba bajo su impecable indumentaria de gentleman dos personalidades muy diferentes. Era Toño el rojo, desafiante, sarcástico; era el viejo activista político que siempre asumió como propia –así lo decía satisfecho– la función de discurrir maldades. Y fueron muchas y variadas las que se le ocurrieron a lo largo de su extensa trayectoria. Imaginación y capacidad de inventiva nunca le faltaron.

Pero cuando profundizabas un poco, enseguida encontrabas otro Toño: el amigo sensible e incondicional en el que podías confiar de manera absoluta, el tipo divertido y amable que sabía ganarse el cariño de las gentes más diversas, el colega siempre pendiente de los problemas de los demás y dispuesto a hacer lo necesario para echar una mano.

Fue un claro exponente de la generación de la Transición; y, como tal, arrastraba sus motivos de orgullo y sus frustraciones. Primero, en las luchas estudiantiles, en aquellos años siniestros de la clandestinidad, y siempre vinculado a los sectores radicales de izquierdas, de una izquierda muy particular, llena de dudas, insatisfecha consigo misma, pero con la idea clara de que existen unos valores básicos que hay que defender hasta el final.

Toño siempre tuvo una vena de artista que desplegaba en su cuidado atuendo personal, en su amor por los pequeños objetos, en su faceta como diseñador de carteles provocadores en aquellos años de activismo político o en su pasión como coleccionista de arte. Si de alguna cosa estaba orgulloso era de haber contribuido decisivamente a dar vida a las fiestas de San Mateo desde aquel foco privilegiado que fue el Pinón Folixa.

Desde este pasado domingo, las calles del Oviedo Antiguo están más vacías.

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