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Carlos Fernández

La zona

Sobre la concentración de librerías en el eje Manuel Pedregal-San Bernabé-Caveda y la oportunidad para establecer mecanismos de promoción conjunta

Era mediodía y hacía sol en la calle San Bernabé. Desde mi observatorio en aquella mesina tomando un mistela controlaba la calle. No había mucha gente. A la altura de la óptica venía una mujer ¿los cuarenta? muy guapa, con clase, con dos hijas pequeñas, preciosas. No llevaba los pantalones rotos, era elegante. Me gustó. Y sus botines de piel de cocodrilo en negro, imaginé que imitación. Envidié al marido. La cría mayor tendría 8 años, por lo tanto, nueve de casados ya. Mucho tiempo. Dejé de envidiarlo; se hablarían ya lo mínimo: “¿Qué hay pa cenar, Mariví?” “De todo; la sartén donde siempre”.

Se pararon las tres a mirar el escaparate de la librería de viejo que acaban de abrir donde el Artabe. Ella vestía un pantalonín perfecto de cuadros. Comenta Arsuaga, que sabe de eso porque es paleontólogo, que las nalgas de los humanos no se usan para sentarse sino como un elemento de atracción. Le di la razón.

“Así que otra librería más en la zona...” pensé. Y fue cuando me di cuenta. Las coloqué en la cabeza por orden geográfico: La Lila; el pasaje de Covadonga; Palacio Valdés; la nueva de San Bernabé; en Doctor Casal, dos, la güela de las de Oviedo, y otra en la esquina con Caveda, aunque venda más cosas que libros; la de los rapacinos en Caveda; la de Campoamor también de güajes; una pena que hubiesen cerrado hacía nada Santa Teresa, y ya puestos, la histórica Papelería, en Covadonga, donde venden las plumas estilográficas, tinta y todo lo demás para el goce de la escritura, que para leer antes hay que escribirlo. Total, nueve. Salvo Urueña y Saint Michel no sé de otro lugar con esa densidad.

Los manchaos, si se conoce la dosis de cada uno, lubrican la mente. Yo nunca dominé ese arte. El alcohol reaccionó con la grasa de mi cerebro y dio como resultado una nube que me hizo ver que la zona, el eje Manuel Pedregal-San Bernabé-Caveda, además de los vinos, lo era de las letras. La disculpa perfecta: “¿Ya vas otra vez pa la Zona?” –dirá la otra con los brazos en jarras–. “Tengo encargáu un libru...”.

Algo muy fácil: poner de acuerdo a los ocho libreros y al papelero para que se organicen. No necesitan gran cosa, una charlina de alguien que sepa, algún escritor contando una batalla, el viajante de waterman hablando de cómo empezó el asunto, libros en la calle el “Día de la Zona”... Y arrancarle al Alcalde media docenina de placas para clavar en las aceras de acceso y una inauguración, y listo.

Me di cuenta que de esa forma los amantes de las cañas, somontanos y demás podríamos andar por “La Zona” totalmente legalizados, como si nada, haciendo de figurantes con un libro bajo el brazo, aunque siempre fuese el mismo, enriqueciendo culturalmente a la capital del Principado, cosa que nos tendrían que agradecer. Apuré el manchao y me acerqué a la nueva librería de viejo. Repetí la expresión, nueva librería de viejo; tenía su aquello. La del pantalonín de cuadros y sus futuras diosas ya habían marchado, pero los libros son un buen sucedáneo cuando ya no se está pa otra cosa.

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