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Carlos Fernández Llaneza

Peregrino al Salvador

Sobre la devoción de los fieles que entran en la Catedral de Oviedo

¿Qué sentirían los peregrinos que llegaban a nuestra Catedral del Salvador? Tenía que ser un momento realmente sobrecogedor. Pónganse, por un segundo, en las sandalias de la mayoría de esos caminantes que, como nuestro romero, no habrían visto más que paupérrimas aldeas. Impelido por su sencilla pero firme fe, tras semanas de camino, por fin, estaba allí. Su meta. O, tal vez, un alto en su destino final: Compostela; no en vano, Alfonso el Sabio define a los peregrinos como "los que andan en pelerinaje a Santiago o a San Salvador de Oviedo o a otros lugares de luenga e de estraña tierra". La sensación al elevar la mirada al cielo, siguiendo la silueta de la "gentil torre de la Santa Catedral Basílica, como un álamo de piedra dorada sobre el cielo limpio y lavado", en magistral definición de Pérez de Ayala, no dejaba indiferente a nadie. Bien lo sabían los arquitectos que crearon la belleza imposible. Retando lo conocido hasta entonces, alzaron arcos irrealizables. Crearon ventanales inverosímiles. Y rosetones inviables. Aquellos constructores de catedrales ansiaban tocar el cielo. Nuestro peregrino se achica. Se siente pequeño ante tanta grandeza. Ante lo sublime. Se sobrecoge. Con ese sentimiento cruza el pórtico y accede a la nave central. Ahora se deja envolver por la luz que, vaporosa, se filtra sutilmente por las vidrieras. Y el olor. Nuestro visitante está un poco desconcertado. Es un olor nuevo. ¿Huele así la inmensidad? ¿Huele así la infinidad? Una leve humedad secular le envuelve. Los padecimientos del camino han merecido la pena. Todo esfuerzo cobra sentido. Se siente abrazado por la historia. Se abandona en la calma. El tiempo no existe. Las ansias de los miles de peregrinos que hasta aquí han llegado confluyen en él. Con pasos torpes se acerca a la imagen del Salvador, probablemente de tiempos del obispo Pelayo (1098-1129) y que, casi seguro, estaría como titular en el centro del ábside de la primitiva Basílica del Rey Casto. La imagen está situada sobre un pedestal decorado con conchas, símbolo del peregrino jacobeo. Se fija en su policromía. En su gran tamaño. En su poblada melena y barba. Clava su mirada en su mirada serena. En su gesto. Roza, suave y respetuosamente, sus pies descalzos. En ella ve al Salvador, bendiciendo y sosteniendo el orbe en su mano izquierda. Conoce que es meta y salida de peregrinos que vienen a postrarse ante Él pues "quien va a Santiago y no a San Salvador, visita al Criado y deja al Señor". Nuestro peregrino desconoce que fue el rey Fruela el que dedicó una Basílica a San Salvador y a los Doce Apóstoles. Ignora que fue destruida en una incursión musulmana y reedificada por su hijo, Alfonso II, quien la erigió en Sede Episcopal en 812. No sabe que, desde entonces, nuestra Catedral está dedicada a San Salvador y a los Doce Apóstoles. Y que, como tal, el Salvador es el titular de la Catedral pero que no ostenta ningún patronazgo de la ciudad; Oviedo tiene patrona: Santa Eulalia de Mérida. No tiene ni idea de esa confusión –en la que reincide el propio Ayuntamiento– tal vez facilitada por la dificultad, en palabras de Silverio Cerra, hombre sabio y bueno, "de discernir entre titularidad y patronazgo, en que a veces se unifiquen templo y mapa". Ni lo sabe ni le importa. Está feliz. Coge un ramito del laurel con el que la imagen está engalanada ese día y continúa su camino con el cuerpo descansado y el alma serena. Mira de reojo el pomo que porta en su mano izquierda, que simboliza el mundo que se deposita en manos del soberano para que lo proteja. Confía que esté bien asido. No vaya a ser cierta la leyenda que dice que el día que la bola se caiga de su mano será el fin del mundo. Sabe que lleva un instante infinito de Oviedo dentro de sí. Para siempre.

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