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José Ramón Castañón, Pochi

Me asomo a la ventana

El vandalismo callejero que acompaña a las fiestas en el horario nocturno

Recuerdo aquella pegadiza canción de "Nacha Pop": "Me asomo a la ventana..." y los mismos tontos de ayer... "demasiado tarde para comprender". Perdonadme la licencia del cambio de letra, pero día tras día, noche y amaneceres mateínos, aunque pasa todo el año, me asomo a la ventana de mi tranquila calle, tránsito obligado hacia el casco antiguo de nuestra ciudad en fiestas, y acudo absorto a la estulticia, la barbarie y la sinrazón de esas manadas de fiesteros que van o vienen cual vandálica legión de destrozo, "sporcamiento", de vulgaridad y zafia jerga, de voceríos y chulerías desafiantes a los que se cruzan.

Analizar la casuística del por qué asistimos a ensañamientos múltiples con el mobiliario urbano va a ser más complicado que fingir que ando enamorisqueado de Yolanda Díaz pero, como siempre quedan fuerzas mentales (elimino las físicas por aquello del "Señor, dame paciencia porque si me das fuerza...") intentaré dar mi visión a este inusitado fenómeno que se produce en calles, parques, jardines y en todo lo que sea espacio común de convivencia.

Óiganme: cualquier espacio público es hoy vulnerable al vandalismo de grupos y sujetos enajenados contra los bienes de todos y por ende contra los suyos propios, así que, ante tales deplorables e inexplicablemente consentidas gestas, no se extrañen si un día usted pasa de ser persona física a deshecho tras recibir sobre su cabeza un regadío de escupitajos, insultos, majaderías o algún exabrupto de tan nimias inteligencias.

Que una mala y cada vez peor educación tiene la culpa del agravio es obvio pero, ¿qué cuestiones se unen a ella para formar una espiral en maligna retroalimentación? Me pongo en modo experto y bautizo tres, llamémosles, síndromes o indicios: el primero de la fila, lo quiero todo y el hambriento de destrucción.

Para el primero permítanme una metáfora. Hace solo unos meses me invitaron a llevar a cabo unas jornadas con niños y niñas de Primaria. Ya no recordaba cómo era llegar al colegio de mañana y el ritual de llamada a filas. Vuelven a mi memoria mientras escribo, las jocosas exclamaciones del "llegué el primero" o el sempiterno "no te cueles", pero siempre acompañados de los empujones de los gallitos de turno, por supuesto aplaudidos por sus progenitores en tan valerosa gesta. ¿No es esto mismo la vida de muchos? ¿Acaso no se está enalteciendo al gayasperu que hace estrellar copas de vino o cacharros a todo lo que se menea, o se cuelga de ramas endebles hasta dejar mancos a los árboles? Tal vez sea mejor, llegados a este punto, romper filas y volver a organizarse.

Sobre el segundo síndrome, recalo en una letra de Manolo García que dice algo así: "Olvidar lo vivido, vivir lo dormido, lo quiero todo". Puede ser que esta razón raye en lo metafísico pero apurar el tiempo que se va puede estar vinculado a tirar la bolsa de basura por la ventana o que el perro deje un oloroso regalo a las puertas de la casa del vecino. Decídanlo ustedes.

Y sobre el último, ¿qué puedo decir? Pues que simplemente hay personas que solo quieren ver arder el mundo y en los que despertar otra clase de apetitos más cívicos y saludables se torna más difícil a que yo caiga ciego de amor a los pies de Irene Montero. Y todo como reacción a un síndrome desconocido o innombrable de rebeldía contra una sociedad que nos exige, responsabiliza y espera el bien común de todos por igual. Pobres desgraciados, qué culpa tienen ellos de vivir rodeados de imbéciles que les disculpan y se lo dan todo a la mano.

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