Paraíso capital

La ciudad a los pies del Naranco

Visiones ovetenses desde el Sagrado Corazón

Gonzalo García-Conde

Gonzalo García-Conde

Es un vicio conocido y tolerado de Vetusta, como ciudad dotada de personalidad que es, el de parecerse a alguna de las más grandes capitales del mundo en algún rasgo singular. Como si nuestra capital fuese un catálogo de mano de virtudes urbanitas o, incluso, como si darse un paseo por sus calles fuese una manera de viajar.

Estas pequeñas capturas de identidad no se pueden considerar copias descaradas. Son más bien pinceladas, un toque de carácter absorbido. Nos parece una característica cosmopolita, de gente bien viajada capaz de asimilar lo bueno, importar lo que nos gusta e incorporarlo a la colección. Nos gusta presumir de que nuestra arquitectura más representativa tiene ese encanto parisino de principio del siglo XX; que, a falta de tranvía, nuestras cuestas empinadas de casas coloridas te transportan a la decadente Lisboa; que la vanguardia berlinesa tuvo su reflejo en nuestra noche de los ochenta; que los detalles de Úrculo en la ciudad, y lo poco que queda de Chus Quirós, están íntimamente relacionados con la cultura pop; que no es difícil encontrar palmeras indianas, que todavía queda algún gentleman londinense por nuestras calles, y alguna Elisabeth II, sujetando el bolso firmemente con ambas manos, también. Todo esto lo alineamos junto a nuestros milagros pequeños, la fuente de Foncalada, el Campo San Francisco o las huellas del Prerrománico. Pero no construimos la Torre Eiffel en la Escandalera, ningún alcalde ha optado (hasta el momento) por un obelisco frente a la Estación del Norte, no tenemos una Estatua de la Libertad apuntando a Gijón, ni una minipirámide, ni un circo romano.

Sí se llegó a decir que Gabino de Lorenzo coqueteó, en su día, con la idea de construir una playa en el Parque de Invierno. El legendario regidor nos dejó grandes momentos en su larguísima trayectoria como cabeza municipal, pero pocos tan deliciosamente sublimes como ese. Creo que no hubo votante de ningún color en toda la ciudad que no sintiese una ola de simpatía por él en aquel momento. Si no por la megalomanía, sí, al menos, por el chiste.

Lo que sí ocurrió fue que una serie de notables de Oviedo tuvieron, mediados los cincuenta, la idea de importar el famosísimo Cristo Redentor de Río de Janeiro. Y de plantarlo en todo lo alto del Naranco con sus brazos abiertos abrazando paternalmente a todos los ovetenses. Se abrió una suscripción popular, se recaudó lo necesario, se encargó y ejecutó el proyecto, en el que estuvieron involucrados el maestro Gerardo Zaragoza y Rafael Urrusti, responsable de la Cruz de la Victoria. Aún recuerdo el día de 1980 en el que me llevaron a ver, desde la ventana de la cocina de la casa de mis padres, esa figura iluminada en los cielos, brillante en la negritud de la noche y que desde entonces alimenta en mi imaginación todo tipo de fantasías. Junto con esa antena de repetición de televisión, también luminosa y misteriosa, ha sido para todos el campamento de los Magos de Oriente, destino y cabo de ciclistas y caminantes, y silencioso cómplice de amores automovilísticos, entre otras fantásticas virtudes.

Se da la circunstancia de que Oviedo es una de las pocas urbes del mundo que, vista desde arriba, no se corresponde con su belleza ni con su encanto. Desde el Naranco se ven los defectos más que las virtudes. El casco antiguo se desdibuja, el Campo pierde vigor, el centollo cobra un protagonismo ridículo e imperdonable. Pero a mí me gusta visitar a este Sagrado Corazón de brazos abiertos y figura sencilla. Pienso que le gustaría abrazar a su hermano brasileño. También en ese carácter viajero de los carbayones. Sopla el viento siempre en la cumbre del Naranco. Aun desde la peor perspectiva se sigue respirando Oviedo.

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