Biografía sonora

De la voz de una madre despertando a su hijo a las clases en lengua hebrea, los sonidos de una vida

Jorge Juan Fernández Sangrador

Jorge Juan Fernández Sangrador

El toque manual de campanas español ha sido inscrito por la Unesco en la Lista Representativa del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. El alto organismo ha reconocido al fin que la sonoridad de las campanas de las iglesias es el más antiguo vehículo de comunicación social de nuestras ciudades y pueblos. Antes que nada, para ir a misa y a los actos de piedad en el templo, y para rezar, en las casas y en los campos, el ángelus y por las ánimas; y después de esto, para veintitantas eventualidades.

Días antes de hacerse pública la declaración por parte del Comité del Patrimonio Cultural de la Humanidad, reunido el 30 de noviembre de 2022 en Rabat, dediqué ratos libres a evocar algunas etapas de mi historia personal a partir de los sonidos que han acompañado ciertos tramos de mi andadura vital.

No me estoy refiriendo a la canciones o melodías que permanecen asociadas a momentos inolvidables del pasado, sino a las sensaciones producidas en el oído, a través del aire, por el movimiento vibratorio de los cuerpos.

Biografía sonora

Biografía sonora / Jorge J. Fernández Sangrador

Hice ese ejercicio de rememoración a petición de César Inclán, productor de radio, con el fin de responder a unas preguntas que él mismo me formuló, acerca de mi pasado sonoro, en el programa "Noche tras noche" de la cadena asturiana RPA, en una sección que se titula "La caja de sonidos".

Primer sonido. Me preguntó César cuál fue la persona de cuya voz guardo el más afectuoso recuerdo. Y es, por encima de cualquier otra, la de mi madre al despertarme con cariñosos diminutivos cada mañana. Y, después, la de todas las personas, de las que yo no conservo memoria, que se acercaron, en los primeros meses de mi vida, a mi cuna, para hacerme fiestas, demostrarme su afecto, sacarme una sonrisa, enseñarme palabras como papá y mamá, decirme que yo era, para ellos, único en el mundo y trasladarme la inmediata percepción de que mi sola presencia les proporcionaba la más pura, natural y amorosa felicidad.

Infancia. ¿Y el sonido más habitual en mi infancia? El que producía la máquina de rellenar los sifones. Era la actividad principal del negocio de casa y la nuestra figuraba en el mapa de las sifonerías de Asturias, de las que pervive en la actualidad un cálido recuerdo, porque, aunque apenas se bebe ya agua de Seltz expulsada por el mecanismo de un sifón, los envases, algunos con originales formas y cabezales, son hoy piezas de museo.

Y pertenecen a mi infancia también el sonido del molinillo manual del café, con el que se preparaba el primero del día, el de después de comer y el del atardecer, y el sonido del mar que se hacía oír desde el interior de una caracola.

Verano. Pero como en casa no existían vacaciones ni hacíamos viajes de diversión, el sonido del verano era de lo menos romántico que cupiese imaginar, aunque, eso sí, muy machadiano: el estridular de las alas de una mosca en una tarde estival y el de las gotas de agua golpeando el fregadero porque el grifo no estaba cerrado del todo. Y con ello, el calor, la galbana, la luz anaranjada de la media tarde, una parra, una higuera, los dondiegos contenidos mientras llegaba la noche, la hierba luisa, un perro somnoliento, la silla de anea, el ronroneo de una gallina … En suma, los sonidos y la luz caniculares estando yo sentado en una habitación de una casa asturiana con su huerta fatigada a causa del calor.

Insoportable. "Moscas de todas las horas, de infancia y de adolescencia, de mi juventud dorada; de esta segunda inocencia que da en no creer en nada… vosotras, amigas viejas, me evocáis todas las cosas", cantó Antonio Machado. Y dicho esto, confieso que no soporto el zumbido de un mosquito, especialmente durante la noche. Tampoco el tictac de un reloj, el manoseo de un papel durante un concierto o una conferencia, la cháchara interminable de un pasajero hablando por el teléfono móvil en el tren o en el autobús, los chasquidos que se emiten al comer con la boca abierta y el tamborileo nervioso de los dedos sobre una superficie, entre otros.

Un lugar. Por otra parte, a lo largo de mi vida he conocido lugares hermosísimos, pero en cualquier sitio en el que esté cantando un mirlo me parece, en ese instante, el más fabuloso de la Tierra. Entiendo perfectamente lo que cuentan en algunos monasterios, en los que se dice que hubo, en la antigüedad, un monje que un día salió al bosque y quedó tan ensimismado escuchando el canto de un pájaro que cuando regresó al cenobio no reconocía a ninguno de los monjes. Habían transcurrido doscientos años. Y yo, aunque no llegue a tanto, siempre me detengo a escuchar ensimismado, cuando cantan, ya sea en solitario, ya sea en diálogo entre varios, a los mirlos.

¿Será verdad que oyen a las lombrices moverse bajo tierra? Si es así, cada mirlo debe de tener un riquísimo historial de sensaciones sonoras.

Nostalgia. Entre esos lugares que conocí y que dejaron en mí una impronta imborrable, destaca Jerusalén. Cuando era joven, asistí allí a clases de lengua hebrea a uno de los muchos centros a los que acudían los judíos inmigrantes para aprender el idioma. Se llamaba "Ulpan Beit-Haam". Creo que existe todavía. ¡Todo aquello era nuevo para mí! Han transcurrido, desde entonces, más de cuarenta años, que es el tiempo que dura una generación en la Biblia, pero lo recuerdo siempre como un período único y extraordinario de mi vida. Y cuando oigo hablar hebreo algo se me remueve por dentro y hace que despierte en mí un sentimiento de nostalgia. Nostalgia de regresar a aquella ciudad, a la de aquellos años, para hacer lo mismo de entonces. Porque eso significa el vocablo "nostalgia": intenso y somatizado deseo, que llega incluso a producir dolor, de regresar a un lugar.

Palabra de Dios. Desde entonces me dedico al estudio de la Palabra de Dios. ¿Y cuál es el sonido de ésta? ¡Uf! Es como el de la brisa suave que acaricia el rostro y el del huracán impetuoso que lo arrastra todo. El del risueño rumor del arroyo cantarín y el del estruendo de las olas cuando rompen contra las rocas del acantilado. El del manso fluir de un río que se desliza hacia el mar y el de una muchedumbre de aguas tumultuosas. El de la dulce melodía que se desprende del arpa y el del seco tableteo del trueno que sigue al rayo. El de la amistosa confidencia en un tono inaudible y el de una voz potente que se replica en un eco inagotable. El del crepitar de un fuego que arde y no se consume en el lar y el del rugido de un volcán que vomita piroclastos. El de un pincho punzante cuando perfora la carne y el del amor cuando llama apasionadamente a la puerta. Son muchos, ciertamente, sus sonidos; ella, en cambio, es una sola Palabra.

Banda sonora. Y declaro, para concluir, que el sonido que puedo calificar como banda sonora de mi vida es el silencio. En silencio he escuchado, meditado y admirado. En silencio he padecido y superado las pruebas. En silencio he recordado y soñado. En silencio he estado alegre y llorado. En silencio he leído páginas memorables. En silencio he asistido a dramas inolvidables. En silencio es como mejor he logrado expresarme. En silencio he viajado por países y mares. En silencio he amado, perdonado y rezado. Y en silencio estoy siempre con Dios y él conmigo.

Pero antes de concluir, permita, amable lector o lectora, que ha llegado hasta el final de este esbozo de mi biografía sonora, que me dirija a usted para preguntarle: ¿Cuáles son los suyos? ¿Cuáles son los sonidos de su vida?

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