Crítica / Música

Una mano a Dios y otra al Diablo

La apertura del ciclo de jazz a cargo de Moisés P. Sánchez y su cuarteto

Chus Neira

Chus Neira

El arranque de la nueva edición del pequeño ciclo de jazz nacional que desde hace tres años trae el Centro Nacional de Difusión Musical (CNDM) a Oviedo no pudo tener, el pasado viernes, mejor pinta, recorrido y resultado. El cuarteto del pianista Moisés P. Sánchez, uno de los mejores en el panorama patrio, estrenaba por segunda vez en un escenario la continuación de su proyecto "Dedication", iniciado allá por el 2010 en Nueva York, y con él traía a las tablas un jazz a lo ancho y a lo largo, una visión musical compleja y unas maneras de hacerlo realidad en las que el virtuoso se da la mano con el iluminado.

Fue, el del viernes, un concierto importante, de una calidad difícil de ver y con una combinación de formas de mirarse en la música que lograron un equilibrio raro y muy hermoso. Detrás de toda esa tormenta perfecta estuvieron, claro, las notas escritas por Sánchez, un músico al que le gusta el desarrollo largo, el molde de la suite, la irrupción de la melodía en medio del solo, el desacompasar del canon clásico para concierto de jazz. Para ejecutar todo eso se valió de dos manos que en determinados momentos hicieron milagros y parecían dos repartiendo peces y cuatro panes. Si la velocidad y la independencia son marcas reseñables de la casa, conviene insistir en el atrevimiento con complejidad armónica a la hora de ensanchar la melodía, enriqueciendo cada nota con inversiones cada vez más arriesgadas, y en la forma en que Sánchez es capaz de dirigirse al cuarteto desde el piano. Se notó mucho, por ejemplo, en "Melancolía", cuarta en el repertorio, en la que Sánchez, pasados los interludios de diálogo con el bajista, era capaz de estar hablando con la izquierda al cielo y disparando con la derecha la infierno. Quiero decir que acompasaba las líneas del contrabajo de un eficacísimo Toño Miguel con la zurda y doblaba el frase del saxo de Vercher con la otra, quitando y poniendo notas en un juego que iba enfocando y desenfocando la melodía.

La otra virtud del concierto es la forma en que Vercher y Sánchez completan la paleta musical. El piano ofrece, incluso cuando homenajea a Monk, un fraseo pulcro y una delicadeza extrema cuando da lo mejor de sí mismo. No quiere decir que Moisés P. Sánchez no tuviera sus excesos, y creo que los apuró en la galopada final de su juego dodecafónico, justo antes del bis, donde logró ponerse al borde del abismo con sangre y garra, pero en la tónica general del recital el barro fue cosa del saxo tenor. Como si Valencia fuera Texas, la sonoridad de Vercher es la de esos músicos que buscan bajo tierra idéntica revelación a la que otros hallan en las nubes. Su saxo no vuela, repta y cava hasta encontrar petróleo. También tiene sus fraseos ágiles, pero siempre interrumpidos, latigazos detenidos con la fusta en lo alto. Es improvisación de aquí y ahora, o de mañana, sí, pero también se puede intuir, escuchándolo, algún eco de toda aquellas tradición antigua de los "honkers" y "bar walkers". Su bis a bis con Naíma Acuña (contenida pero soberbia en el recital) en el homenaje a Monk tuvo ese gusto y fue, junto con la multiplicación de las manos de Moisés Sánchez antes del bis, uno de los mejores instantes de la noche.

El regreso del cuarteto a escena trajo una despedida en tono fúnebre y sincero, un blues a su manera, solemne y recio, que fue creciendo hasta hacerse mayor que el propio teatro. Creo que hubieran tocado un poco más y lo hubieran hecho de no tener tanta prisa una parte del público. Para las siguientes entregas uno pediría algo más de respeto a las tradiciones del género, y, si se puede, ahora fuera de programa, que Moisés P. Sánchez regrese, esta vez al Auditorio, con su proyecto de sonatas de Beethoven o el ensemble dedicado a Bartok.

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