Un amigo y un gran ovetense
Hay personas que, en sí mismas, representan la esencia de una ciudad. Federico Álvarez, buen amigo, buen padre, buen vecino, era una de ellas. Es triste decir adiós a alguien que ha formado parte de tu vida para mejorarla, pero ante la llegada de lo inevitable, de esa muerte que a todos nos iguala, me siento obligado a recordar a Federico con alegría y con el orgullo de haber mantenido su amistad durante décadas.
Nos conocimos muy jóvenes, cuando yo me alojaba en una pensión cercana a La Mallorquina, y desde entonces mantuvimos una cordial y animada relación de la que conservo excelentes recuerdos. Federico era un hombre entregado a sus negocios, que ya forman parte de la historia comercial de la capital de Asturias, pero nunca descuidó ni lo más mínimo su entorno familiar y su extenso círculo de amigos y conocidos. Gran emprendedor, con visión de futuro, con una extraordinaria capacidad para relacionarse con todo el mundo con simpatía y amabilidad, fue también un enamorado de Oviedo, logrando esa maravillosa simbiosis que alcanzan algunos elegidos, que acaban siendo sinónimo y representación de su ciudad. Todo un personaje, en el mejor sentido del término.
Su esposa, Angelita, y sus hijos –Federico, Joaquín, Francisco, Carlos y Ángela– disfrutaron de un esposo y padre que los colmó de amor y atención. Deseo de todo corazón que el cariño de todos sea un consuelo para su pérdida.
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