De aquí en un año

La celebración del Martes de Campo cierra el ciclo anual de la ciudad, que va cambiando con los años pero que se mantiene fiel a su fiesta más popular

Elena Fernández-Pello

Elena Fernández-Pello

Cada ciudad, cada pueblo avanza al ritmo de un calendario interno que está por encima de las fechas convencionales. El Martes de Campo es para Oviedo como el 1 de enero. La ciudad cambia de ciclo, se toma un respiro, y si el tiempo acompaña, como sucedió ayer, lo hace a pleno sol. Se conciertan reencuentros, más con amigos que con familiares, con los que las rutinas cotidianas hacen difícil coincidir más a menudo. Al menos una vez al año hay que intentarlo. Se queda con ellos en algún merendero cercano, en un parque o en algún prau, y se comparte comida y bebida, sidra a poder ser, y se charla de lo bueno y malo que han dejado los doce meses que van de bollo a bollo.

Resulta simpático que una ciudad que tanto presume de señorial y de capitalidad se una en torno a una fiesta de campo, en la que la gran celebración consiste en masticar pan y chorizo a dos carrillos. En días como el de ayer Oviedo se desviste de todos esos apelativos que cuelgan de su escudo, lo de muy noble, muy leal, benemérita, invicta, heroica. El Martes de Campo se calza unas deportivas y se echa la mochila a la espalda. Así caminaban los niños ayer por las calles del centro y las pandillas de adolescentes, sobre todo. También los veteranos abandonan la formalidad y se acomodan para sentarse en la hierba. Hay que cargar con tortillas y empanadas, los refrescos y los helados ya se comprarán sobre la marcha.

El Martes de Campo va recobrando tono, después de aquella ausencia de un par de años por la dichosa epidemia. Esa mejora de sus constantes vitales se percibía ayer en el Campo San Francisco, que siempre ha sido el epicentro de la fiesta, aunque la juerga más auténtica había que buscarla a las afueras, en el Naranco o en el parque de Invierno, también en el Pura Tomás. El ambiente en el céntrico parque ovetense era parecido al de esos picnics británicos tan recatados. Silenciosos, tranquilos, con los manteles extendidos o sentados por los bancos, los ovetenses charlaban sobre los últimos acontecimientos, los políticos y los personales, y los niños se entregaban al juego. Todo muy civilizado.

Quizás porque el día amaneció tan soleado y caluroso el Antiguo se vació pronto. Por la plaza de la Catedral, por la del Ayuntamiento y el Fontán, donde hubo mercado, apenas se veía gente. Turistas de paseo, algunos en grupos, y adictos a las terrazas, no quedaba mucho más. Ni  de lejos se detectaba el pulso de cualquier otro día ordinario, con la gente cargada de bolsas, yendo y viniendo de hacer sus compras y entreteniéndose con su cafelito o su caña en los bares.

Es posible que los madrugadores que cargaban el maletero de sus coches, después de haber pasado por la panadería del barrio, partieran en busca del mar y la playa. Para los ovetenses más acérrimos no hay mayor pecado en un Martes de Campo. Todo un sacrilegio salir del concejo en fecha tan señalada: el bollo hay que comerlo en Oviedo, pero es sabido que las costumbres, afortunadamente, se relajan. Lo importante es comerlo a gusto.

De aquí en un año esperemos estar de nuevo sentados en el prau o ante una mesa, cortando el bollo, poniendo cuidado en que el chorizo llegue a todos, y repartiéndolo entre los amigos y con la familia, cumpliendo con el santísimo sacramento del Martes de Campo con salud y en buena compañía.