Opinión | "La fiesta y yo"

El Campo de Maniobras

Hasta que adquirí un Seat 600, de los coches de choque dependía mi reputación en San Mateo; conocí estas barracas en el Campo de Maniobras, en la actual calle Calvo Sotelo, siendo niño, pero las disfruté en mi adolescencia, en San Pedro de los Arcos, atraído por los cantos de la sirena que anunciaba cada puesta en marcha.

Una de las obligaciones tácitas mateínas de los muchachos de entonces pasaba por ligar, con los riesgos consiguientes.

Ponerse de rodillas en el Paseo de los Álamos, citar a una chica a puerta gayola y acabar en la enfermería era todo uno. Para los guateques de la OJE, en la calle Asturias, había que ser guapo, que no era mi caso. Y había quien aprovechaba el cine Ayala y los ciento noventa y siete minutos que duraba "Doctor Zhivago"; sin embargo, hacer manitas requería muchísimo tacto.

En mi caso, para armarme caballero, prefería los coches de choque; y dado que mi subvención para las fiestas podía fundirla en la pista de acero en treinta minutos, antes echaba el ojo a un coche veloz que me permitiera recorrer más espacio en menos tiempo.

–¿Subes? –hacía sonar en mi bolsillo las fichas de plástico ante alguna espectadora guapa de aquel baile de las embestidas.

Metía yo la pastilla en la ranura del capó, pisaba el pedal y salíamos disparados a mi particular Campo de Maniobras, a recorrer en etapas la ruta de la seda y del amor, bajo un firmamento chispeante; y cuando los competidores me perseguían para acorralarme y despertarme a embestidas, giraba el volante ciento ochenta grados y escapaba marcha atrás, como un calamar, o aquella lancha de Toni Curtis con Marilyn Monroe.

Esas pastillas fueron mi droga y mi elixir.

Durante el último viaje, al borde de la ruina, cedía el timón a mi compañera del Nunca jamás, alargaba el brazo por encima del respaldo, casi tocándola, melancólico, y sobre la sirena, que me helaba el alma, me declaraba insolvente hasta las siguientes fiestas de San Mateo.

Años después, como dije, invitaba en mi Seat 600 a la más guapa del Bombé (las mujeres más guapas eran menos melindrosas) y nos íbamos pitando a Llamaquique, junto al Campo de Maniobras. Ahí, a la sombra de alguna farola fundida, levantaba el pie del acelerador y tiraba de freno de mano.

Tal cual fue mi lucha para detener el tiempo, cumplir con mis obligaciones sociales no escritas y, "Deus ex machina", salvar mi prestigio.

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