Opinión
El médico que curaba con libros
Paseaba sus dioptrías lujosas –enraizadas en los espejos negros de Francisco Umbral o Torrente Ballester– por la calle Gil de Jaz de Oviedo, bajo los arcos frente al Hotel de la Reconquista, por todos los vericuetos de los alrededores secretos de San Juan. El paso lento y frailuno, los ojos pícaros y reidores, la sonrisa amplia y burgalesa, las manos desnudas con un libro recogido como la mejor flor. Alguna habanera titilaba entre los labios perdidos del doctor Mediavilla. El corazón le salía por la boca, presto a la ayuda, diestro en la amistad, tal vez latidos y no pasos. ¿Qué es una buena persona? Aquella que siempre, bajo todo asedio, tiene simpatía por el débil.
José Luis Mediavilla merece una leyenda larga de oreja a oreja, este aplauso en alto, esta lluvia de lágrimas sobre la olivetti ferroviaria: el médico que curaba a los pacientes con libros y no pastillas, el médico que atendió a miles gratis con la riqueza de ver de cerca la felicidad en el otro, el médico tranquilo que podía dormir a pierna suelta porque no hizo una putada en su vida. A la salida de unos vinos tiernos, un día, se lo pregunté: "¿Es verdad, José Luis, que sacaste pensión para quinientos?". Aquella risa ratonil y contagiosa, aquellos ojos dulces y llenos de luz, moldearon una nueva ironía como la mejor cata de aire acorralado: "¡Si solo fueran quinientos!". Por los portalones oscuros, entonces, se escuchaban voces: "Mediavilla, si no es por ti me hago papilla./ Mediavilla, mi vida ha dejado de ser una pesadilla./ Mediavilla, sin amigos ni amor la vida es calderilla./ Mediavilla, José Luis, es el nombre de la maravilla".
Decía siempre que la página tenía cuatro direcciones, arriba y abajo, izquierda y derecha: solo fue un lector voraz, a tiempo completo, sin desmayo y en el contagio de todas las letras felices para otros. Salió de su pueblo en Burgos con una maleta de humildad que no se quitó, sacó y amplió estudios en Madrid y Barcelona, glosaba al doctor Sarró como su maestro, tuvo trato y simpatía con Vallejo Nájera pero le veía un lírico que quería ganar el Planeta, jamás perdonó a Castilla del Pino el desprecio a sus propios hijos drogadictos cuando le preguntaron por ellos tras su muerte y alegó que no tenía tiempo para los mismos. Jung ocupó su altar, leyó todo el Freud para el que Thomas Mann pidió el Nobel como obra de creación pero no creía en un mundo de pajas de interior u obseso de coitos familiares: Mediavilla apostaba por el hombre entre los hombres, sociología y arquetipos, pan y amor, la aventura de la vida donde la enfermedad es ocasional y apenas un roto: la esperanza cauteriza todo estigma. Así era fábula y dicción, ayuda y ficción, poesía y acción. José Luis: ese gigante iluminado, torre vigía.
Adoraba un mantra algo grotesco: "Loco o no, nadie se pilla los cojones con la tapa del arcón". El loco tiene recursos para saltar hacia atrás, frente al peligro y seguir hacia delante, siempre hacia delante. Mediavilla no creía en las terapias eternas, sí en una práctica clínica fulminante, directa, oportuna, y a seguir camino con un vino y mucho tino. Lo recuerdo bailando con su mujer junto a un acordeón callejero: esa música fue la que llevó a todos los silencios. Solo por medio de la bondad consiguió abrir las peores montañas a los mayores cielos: nadie debe ser capaz de quitarle al hombre su porvenir, la vida compartida por la que sale del hoyo, la soledad donde se perfecciona y arma. Uno de sus primeros destinos en Asturias fue Langreo, allí paseó junto al Nalón como si fuera el Támesis o el Sena, quedaba asombrado de una localidad cercana a los ochenta mil habitantes donde las propinas de los mineros brillaban en los platos como el mejor turrón. Me decía emocionado: "Tanto me gusto Sama, su dispendio y alegría, que no pienso vender la casa".
Llegaron los honores, las direcciones de los hospitales regionales, los muchos libros, la callada labor literaria tras la que se esconde la realidad. Lo dijo Wallace Stevens: "Lo real es solo la base, pero es la base". Desde su flamante premio Tigre Juan por "Jonás" a los relatos de "Ceremonia en la catedral y otros encierros", o todos los últimos y minoritarios publicados por la Universidad de Oviedo o el Colegio de Médicos, crece en el texto una semilla de realidad personal de la que va tirando como el mejor científico de la herida abierta que fue. Sus propios libros, cuanto más secretamente publicados, más le estimulaban, y en ocasiones los llevaba en algún morral barato para repartirlos como otro bocado nutritivo. Gimferrer me dijo algo similar sobre sus publicaciones más recónditas: "Publicaba ahí porque me lo podía permitir". Los lectores son una secta secreta.
Cuántos años de risa de José Luis por su amado Oviedo, cuánta lluvia en los charcos, miles de amigos y francachelas legendarias con gentes de la letra: Emilio Alarcos, Ángel González, Faustino Fernández Álvarez, Juan Benito, Manolo Avello, Lola Lucio, Jaime Herrero, Magdalena Cueto, Inés Marful, etc. El amigo nunca moría en la verba tierna de Mediavilla y, en las mejores ocasiones, era citado por él como un clásico. Creyó más en los libros de Pepe Guimón sobre el artista loco que en toda la Antipsiquiatría de la época. José Luis Mediavilla inventó la salud para los condenados, otra oportunidad para los perseguidos, primaveras eternas para los dolientes, la mano firme que a todos sacaba del pozo y buscaba un norte sin mirar atrás. Su caballerosidad ronda los manuales. La vida era la aventura, donde el paciente no es un número frente a una máquina que gotea pastillas azules, habiendo tecleado previamente el historial. El peligro era la robotización del enfermo o su clausura. La magia de José Luis Mediavilla es haber hecho real en Asturias la profecía del Nobel Joseph Brodsky: "No cura el médico al paciente sino la voz con que le habla". Esta voz rota mía ahora, cuando recojo una caracola de la arena y le llamo, por si sigue de guardia en la tierra de los sueños y los héroes imposibles. Solo él sabía dónde van los personajes cuando se cierra el libro. Gracias, JL.
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