Opinión | con vistas al naranco

Cuca Paladini en la memoria onírica

«Que ser mujer es algo grande//y hacer enloquecer es heroísmo» Boris Pasternak, Los versos de Lara

Hace días LA NUEVA ESPAÑA dio cuenta del magnífico hallazgo de la historiadora Silvia Ribelles de fabuloso archivo californiano con testimonios gráficos españoles, entre ellos curiosamente la carroza (1956) «La Reina de América» en el tradicional, sobre todo desde entonces, desfile del Día de América en Asturias. El entrañable reportaje es de Oriol López que da cuenta de la beldad de la denominada reina, Cuca (García Valdés) Pal(l)adini, y de su posterior grata y numerosa familia. Yo mismo, diez añinos, espectador del fantástico pasacalles, habré reído, ovacionado y, desde luego, lanzado serpentinas con torpe puntería pero sin recordar hasta la foto de LA NUEVA ESPAÑA la presencia carismática de Cuca. No la retuve entre las cuadrículas archivísticas cartesianas, o mejor cerebrales, si bien me salta Cuca con su pálida tez en el estrecho y alargado foyer del Filarmónica cuatro o cinco años después. Era el llamado descanso, entreacto, que, tras obligado NODO, trailers de estrenos próximos y anuncios comerciales, precedían a la película. Veía la peli por tercera o cuarta vez pues estaba prendado de la protagonista, Audrey Hepburn. Era «Los que no perdonan» del gran John Huston. Cuca me impresionó en gabán blanco, alzada pequeñez en los mármoles de los tres escalones de los accesos a la sala, con fondo en baranda dorada de subida a Entresuelo. Mi tía María Lucía con la que compartía confidencias de adolescente me dijo que era mujer, novia o prometida de Pedro García-Conde, al que mucho estimábamos. Como una exhalación pensé que Cuca era más bella que Audrey que hasta ese instante me parecía la fémina más guapa del mundo, título de mi acervo íntimo que antes había otorgado a Gloria Graham. De siempre me gustaban mujeres mayores, y no sé si de ahí, la que lo es, desde hace 52 años, me aventaja en treinta meses. Lo cierto y verdad es que por aquellos entonces disfrutaba acompañando a mi querida tía con sus amigas solteras. ¡Bien recuerdo a Chechi Morán, entre reflejos tintados en ocre del aparente lujoso Astoria a los comienzos de Uría!. Ese Astoria y sus vermouths de mediodía, a los que también asistían Margarita Santullano y Mariví Migoya, son evocados por Juan Benet, que, en lado opuesto y finales de Uría, proximidades de la Estación, cierta antigua modernidad, el piso benetiano, donde Martín Santos leería el manuscrito de «Tiempo de silencio», una de las mejores novelas del XX. Desde la proustiana Sombra de las muchachas en flor, igualmente recupero la figura de Miel Vega cuyo padre, famoso cardiólogo, me dedicaría muy luego artículo en revista médica con pretexto de «Indalecio Prieto y Oviedo».

Pasando años, una hija de Cuca y Pedro matrimoniaría con querido pariente, Javier Hidalgo, pie entre Londres/Bruselas y Oviedo.

Silvia y Oriol aciertan publicitando imágenes que dormían en California y que, de rebote, excitan archivo onírico mío. n

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