Opinión
Más de Oviedo que la calle Uría
La serie "Oviedo, a pie de calle", que arranca este domingo a base de reportajes por sus barrios, tendrá el acompañamiento de los artículos de Gonzalo García-Conde, que reflejará en una sección fija el resultado de sus paseos por cada rincón ovetense
Me decía un amigo el otro día que los barrios de Vetusta no son mi especialidad. Queriendo decir que soy, más bien, del Oviedín de toda la vida, esa etiqueta sempiterna.
Es inútil pretender negar el estereotipo, cualquier estudio superficial al respecto concluye con que Oviedo es una urbe cargada de tópicos y que yo, por mi parte, soy culpable de hacer apología del cliché: la heroica ciudad que duerme la siesta, que decía "Clarín"; la capital de Asturias, sede de los Premios Princesa; la cuna del Prerrománico; la de la ópera, que sirve como identidad cultural y de carácter, para lo bueno y para lo malo; la universitaria, desde la histórica Facultad de Derecho hasta la desterrada Escuela de Minas, pasando por Emilio Alarcos y Gustavo Bueno; la patria de los carbayones (ya sean robles, dulces o de dos patas); de Peñalba y las moscovitas; del vermut solera de La Paloma y el jamón asado al estilo Serafín; guardiana de tesoros materiales e inmateriales, desde las reliquias de la Cámara Santa hasta el canto gregoriano de Las Pelayas; la marea azul, la delantera eléctrica, la patria chica de Quini, por mucho que esto duela a orillas del Piles; el Campo San Francisco, el bollu preñao, el Menú del Desarme; origen del Camino, lo mismo que del cachopo. La muy noble y muy leal, invicta y benemérita Vetusta. La ciudad cambia, pero sus tópicos permanecen. Según parece, yo vivo dentro de todo eso.
Sin embargo, hay una frase en la primera página de "Nosotros, los Rivero", obra maestra que Dolores Medio ambientó en Oviedo que, aunque chocante, me abrió a una nueva perspectiva del ovetense que soy. Cuando Lena, la protagonista, regresa a la ciudad buscando sus orígenes, describe la Calle Uría como "una calle vulgar, que bien puede ser la calle principal de una capital cualquiera de provincia" en la que el viajero piensa que se halla ante una "ciudad moderna, estandarizada, incorporada definitivamente al momento actual". Medio me hizo comprender que, a pesar del dicho "ser más de Oviedo que la Calle Uría", ni esa vía ni esa zona son las que dan personalidad a la ciudad, a pesar de tener alguno de sus emblemas, como el Paseo de los Álamos o la Escandalera. Al contrario, es un abrazo a todos los rasgos de carácter que conforman nuestro temperamento, alcanza a todos los carbayones. Es campo neutral, tierra de nadie. Desfilan los Reyes Magos, desfila el que tenga cualquier reivindicación, los asturianos de América, los americanos de Asturias, los galardonados con los Premios Princesa, los que vienen a restallar en San Mateo desde todos los pueblos del Principado. Llegué a la conclusión de que, como dice Medio, la esencia no está ahí, sino en el puzle de nuestros barrios. Una urbe desde muchos prismas, un sentimiento legítimo de identidad compartida.
Dicho esto: los que me conocen saben que soy un peatón. No sólo en el sentido físico, ya que me encanta caminar, sino también en el sentimental. En mis paseos recorro también, de manera paralela, los serpenteantes caminos de la memoria. Son estos últimos los que dan sentido mi relato. Son los que debo recorrer ahora para explicar el carbayón que soy.
Es cierto que siempre he presumido, a lo babayu, a lo grandón, de ser vecino del centro. Pero no sólo del centro, sino de la calle Cervantes, donde viví tantos años con mis padres y hermanos. No sólo de Cervantes, sino de la segunda manzana. Y no sólo de esta, sino de la esquina más alta. Y lo hice con una chulería que parecía significar: "ya quisieran los de la calle Uría. Ya les gustaría a los de la Quinta Avenida de Nueva York, a los de la Vía Condotti de Roma o a los propietarios de islas privadas en las Seychelles". Como si haber nacido allí tuviese algún significado, como si fuese el ombligo del mundo. Pero con el mismo orgullo he presumido de la Argañosa donde, como si fuera el pueblo familiar, pasé la mayoría de fines de semana de mi infancia en la casa del matrimonio que me cangureaba como unos segundos padres. Allí llegué a conocer la trinchera del tren que rajaba a lo largo Marcelino Suárez, poco más que un zarzal lleno de peligros y jeringuillas en aquellos años 80. Cuando se cubrió esa herida urbana, se instalaron allí unas canastas de basket, en plena fiebre NBA, y descubrí la rivalidad de mi segundo barrio con Vallobín. Los partidos contra los de Vallobas, que venían del edificio de cristal (sólo nos separaba una calzada) terminaron de forjar en mi corazón el concepto de barrio.
A partir de esta base, los recuerdos se disparan en todas direcciones. Unos hacia al Antiguo: tantos días, tantas noches, tantas esquinas dobladas y cuestas trepadas: de la Plaza del Sol a la de la Catedral, del Fontán al Paraguas. Todos nos sentimos un poco del Antiguo. Otros recuerdos viajan a Ciudad Naranco, paraíso de mis caminatas nocturnas, con sus espectaculares chalets mil veces comprados y vividos por mí de manera imaginaria. Igualmente, puedo girarme hacia los años que fui vecino del Vasco, con hogar y negocio, cuando Martínez Vigil era casi una aldea ignota al margen de la modernidad y la Fábrica de Armas, un secreto de Estado tras unos muros inexpugnables.
Viví las hazañas deportivas del Club Patín Cibeles en el Palacio de los Deportes, en la Tenderina, tanto como el ascenso del Oviedo a Primera en el antiguo Tartiere, en Buenavista. También alguno de los mejores conciertos de mi vida allí mismo, en la plaza de toros, cuyo cadáver se sostiene aún en pie a duras penas. Terminé muchas madrugadas desayunando el probe en Los Campos Elíseos y vi morir a algún amigo y nacer a mis tres hijos en el viejo Huca, en el Cristo. Descubrí el orgullo de la gente de Pumarín y de la Costa Verde en los duelos fratricidas entre el Cova, el Guru y el Puma. Por no hablar, abundando en lo futbolístico, de la fiereza de ese grafitti, junto al campo de Matalablima, que ruge "GUILLEN O MORIR" y te hace desear ser partícipe de ese sentimiento tan puro que debe ser defender la zamarra rayada del Guillén Lafuerza. Las colonias de Teatinos, San Julián de los Prados al sol de primavera, las tardes holgazanas en la cafetería del Milán, que cerró sus puertas en los noventa para garantizar que saliese del Campus algún universitario con licenciatura…
Vi nacer Montecerrao con incredulidad y, en un paseo de tantos, descubrí que detrás de la calle Facetos, donde antes acababa la ciudad y había una zona silvestre llamada La Eria, justo donde mi yo de diez años pegaba patadas a un balón entre boñigas, había brotado una civilización nueva con estadio de fútbol incluido. No puedo evitar sentir como propio el Parque de Invierno, quizá por las vistas del Aramo en el horizonte, quizá por saber que bajo las cumbres nevadas pasa el Túnel del Negrón y que detrás está la luz, Madrid, Andalucía, África. Quizá también porque el parque nace de un concurso de ideas convocado por el Ayuntamiento, concurso que ganó el estudio de arquitectura que mi hermano José Ramón compartía junto con dos socios, de eso hace casi cuarenta años.
A Otero y San Lázaro me costó incorporarlos a mi ciudad, la Ronda me parecía una frontera insalvable. Me fascinaba ese paso subterráneo que parecía llevarte a otra dimensión. Al final me terminé de enamorar gracias a espacios ocio-culturales como La Lata de Zinc, el Gong o Alta Fidelidad. En fin, La Corredoria, que a mediados del siglo XX era todavía un humedal donde se pescaban ranas, detrás de Cuatro Caños. O Las Campas, barrio que descubrí en un viaje de autobús urbano hacia San Claudio y me dejó boquiabierto. La Florida, tantas escapadas buscando el solitario amparo de Pura Tomás. Todo esto y mucho más forma parte de un mapa sentimental, los ladrillos de la memoria indispensables que sustentan al tipo que soy: carbayón incorregible, viajero en mi propia ciudad y sí, más de Oviedo que la calle Uría.○n
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