Opinión

De Agustín a Gene

   Era domingo y el recorrido era el normal un día festivo. Sobre las 11;30 de la mañana salíamos de casa mí padre y yo en dirección a la iglesia San Juan el Real, hoy ya Basílica, para la misa de 12. Previamente entrábamos en una pequeña tienda situada al final de la calle Independencia, ya muy cerca de la calle Uría. El establecimiento era atendido por un matrimonio del que hoy recuerdo que se llamaba Agustín y que nunca aprendí cómo se llamaba su esposa. Como cosa curiosa sí conocí que tenían una hija que estudiaba Filosofía y Letras. En aquella parada, mí padre me compraba el TBO , revista semanal de humor que Agustín me tenía reservada. No debe olvidárseme que en el mismo establecimiento se vendía fruta. 

   Tampoco debo pasar por alto que susodicho Agustín, por las tardes era portero del cine Principado y yendo al cine con frecuencia, años más tarde, seguía saludándole: era un hombre muy educado y hasta cariñoso. Sigamos.

   Del aquella, repito, pequeña tienda íbamos a misa, y a la salida nos, porque yo también iba, reuníamos con unos íntimos amigos de mí padre, personas muy conocidas de Oviedo, como don Eduardo Fraga, catedrático de matemáticas, director de la Escuela Normal y colaborador de éste periódico, don Víctor Hevia, escultor y profesor de Bellas Artes, don Guillermo Quesada, óptico y el Dr. don José Fernández. Todos nosotros nos acercábamos a La Escandalera, ya que era “de obligado cumplimiento” ir hasta el Kiosko de Gene, donde allí se compraban algunos periódicos. Allí estuvo su kiosko hasta que, con la remodelación de La Escandalera, se trasladó a enfrente, a lo que llamábamos El Escorialin, donde se instalaron otros pequeños establecimientos, que yo recuerde, como una floristería.

   Aquellos domingos solían acabar en una obra civil, donde Fraga aprovechaba para remover la tierra y extraer una cucaracha o escarabajo e introducirlo en un tubo que, al efecto, siempre llevaba con él. Acabada la mañana dominical, cada uno regresaba a su casa, salvo un domingo al mes que, una vez me retornaban a mí casa, aquellos señores mayores iban a comer una fabada al Auto-Bar en la calle Melquíades Álvarez. ¡Qué voy hacer, son ya mís viejos recuerdos!

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