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Opinión

La Noche fue Blanca

Si la lluvia fuese un motivo para quedarse en casa, Asturias no sería el lugar que conocemos. En nuestra tierra, si es necesario, usamos las sombrillas de las terrazas como paraguas. Si alguien pensaba que un orbayu iba a hacer fracasar la Noche Blanca de Oviedo es porque no conoce a los carbayones ni lo profundamente que, en poco tiempo, ha arraigado esta fiesta cultural del primer sábado de octubre.

A las ocho de la tarde, el Oviedo antiguo empezaba a coger color. Las galerías de arte tenían un tránsito inusitado. La exposición de Eduardo Chillida en la Sala Sabadell-Herrero inaugurada hace poco más de una semana, echaba fuego. Confidencias y dibujos empezaban a maridar en el Patio del Edificio Histórico de la Universidad. Todavía faltaba una hora para ver a Álex de la Iglesia y a Edu Galán en el Filarmónica y la cola ya doblaba la esquina de la calle San Francisco, más larga a cada minuto que pasaba.

A las nueve y media, un corro de doscientas personas armadas con gabardinas, chubasqueros y paraguas rodeaban un piano de cola cautivo en un invernadero en plena plaza Porlier. Josefina Urraca interpretaba el Arabesque nº1 de Claude Debussy, que funcionaba como un imán para peatones. Minutos más tarde, al piano se sumaba la flauta travesera de Guillermo Laporta. Mientras figuras humanas y abstractas se proyectaban contra los vidrios que les protegían, ellos revisaban a Francis Poulenc. A continuación, Josefina se enfrentó a Rachmaninoff en la soledad de su pecera. El público, cada vez más numeroso, le dio todo su calor y su soporte en un respetuosísimo silencio.

Más o menos, a la misma hora, el Museo de Bellas Artes abría sus puertas para una performance del artista plástico Gil Morán. Utilizando el patio del Edificio Ampliación como improvisado corral de cuatro alturas, el leonés, distinguido entre otros méritos con el Premio BMW de pintura, quiso combinar la filosofía oriental con el instante creativo. Cinturón negro de Kárate con tercer dan, Morán evolucionó desde las Katas (secuencias de concentración, respiración, técnica y afinación muscular) haciéndolas desembocar en trazos de tinta sobre lienzos en blanco, inspirados por la escritura china.

Casi solapándose, en el portal de la Galería de Guillermina Caicoya sucedía uno de los momentos más delicados de la noche. La cantante y compositora catalana Adelaida fabricaba un universo de capas sonoras de alta intimidad. Exploraba y exprimía su voz, sometiéndola a filtros lo mismo que a exigencias. Creando en directo la base electrónica de su música. Recorriendo lenguajes como el cuplé, el canto gregoriano y la música popular, pero cediendo todo el protagonismo a la poesía, que en ocasiones recurría a versos prestados como "Sólo le pido a Dios" o "Volver a tus brazos otra vez".

Mi Noche Blanca particular aún tuvo tiempo para una pasada por el juego naíf de realidad aumentada que Maison Tangible proponía en el Campo, para la inexcusable visita a la Fábrica de Armas para ver un manifiesto poético corporal con Shakespeare como invitado y cabaret alemán como banda sonora y para cerrar con dos de las grandes marcas de identidad de esta programación: la incorporación de espacios para uso cultural (esta vez, el Palacio de Deportes, de Sánchez del Río) y las propuestas lumínicas performativas. Una pieza inmersiva, inmensa, espectacular, hipnótica, absorbente, brutal, intensa, de Collectif Coin y Maxine Houot. Antes de la medianoche la ciudad y la belleza ya habían ganado la batalla al clima. Octubre había decidido cesar en la lluvia. La Noche era Blanca.

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