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Opinión

Un drama para rendir al Campoamor

La segunda ópera de la temporada deja un buen sabor de boca gracias al desempeño lírico de los protagonistas

El segundo título de la temporada de la Ópera de Oviedo supone una incursión a la ópera francesa a través del "Roméo et Juliette" de Gounod, una obra de mayor enjundia y entidad que el "Hänsel und Gretel" con que se alzó el telón la presente temporada, en una coproducción de la institución ovetense con la Ópera de Bilbao (ABAO). Todo un reto por el número de efectivos que conlleva este tipo de repertorio y la exigencia que requiere de cada una de las voces salvado de manera satisfactoria.

Si bien Jules Barbier y Michel Carré se basan en la célebre tragedia shakespeariana, los libretistas se toman la licencia de introducir algunas modificaciones que revisten de mayor dramatismo esta ópera (en un prólogo y cinco actos), casos por ejemplo del cuadro nupcial entre Julieta y Paris o del propio desenlace de la obra, donde Romeo, envenenado, sobrevive el tiempo suficiente para asistir a la verdadera muerte de Julieta. Decisiones motivadas por la búsqueda de una catarsis en consonancia con los postulados del Romanticismo.

La sobriedad es la característica más evidente que se desprende de la escena ideada por Giorgia Guerra. El minimalismo impera en esta propuesta que acota el espacio y convierte en protagonista un gran prisma central -que hace las veces de salón del palacio los Capuleto, jardín de la casa de Julieta, celda del hermano Lorenzo o cripta sepulcral de los Capuleto-, sobre el que orbitarán todos los personajes. Es evidente que despojar a la escena de cualquier mínimo atrezzo concentra la atención del público en el intenso drama de la trama argumental, pero este mismo vacío genera cierto estatismo, como sucede en los dos últimos actos. Para solventar de algún modo esta desnudez escénica se opta por unas proyecciones -muy socorridas desde hace varios años- que no aportan demasiado significado e incluso, por momentos, parecen algo descontextualizadas y fuera de lugar. Con todo, la escena no entorpece el desarrollo operístico y supone una solución más o menos efectiva a una obra compleja por la diversidad de espacios que debe representar.

El vestuario nos remite indeleblemente a la época shakespeariana, contraponiendo -a través de un sencillo pero efectivo juego cromático- a los partidarios de los Capuleto y los Montesco y conformando cuadros de cierta plasticidad en los pasajes donde el coro se mantiene en escena. La iluminación es otro de los puntos fuertes de esta producción y emerge para suplir algunas carencias de la escena, dirigiendo la atención del espectador, creando atmósferas diversas e incluso subrayando algunas de las condiciones psicológicas de los propios personajes, caso del blanco inmaculado (por momentos deslumbrante) de Julieta.

A nivel musical, Génesis Moreno (Juliette) fue la gran triunfadora de la velada. A la soprano venezolana no le pesó su debut en la Ópera de Oviedo y demostró una voz portentosa, con facilidad para los agudos y lucimiento en las coloraturas, que supo acompañar de una vibrante expresividad y buen trabajo actoral. En el aria "Ah! Je veux vivre" se apreció su manejo vocal -con un timbre algo metálico que redondeó acertadamente para conferirle mayor calidez- y una proyección desbordante cuando así lo requería el guion.

Por su parte, Roméo fue encarnado por Ismael Jordi, tenor jerezano que ya ha desempeñado este rol en varias ocasiones, si bien la noche del estreno no brilló como podríamos imaginar, especialmente en la primera mitad. Si algo caracteriza la carrera artística de Jordi es su elegancia y delicadeza canora que el viernes se percibieron algo desdibujadas. No obstante, el jerezano, in crescendo a lo largo de la función, ofreció un convincente "Ah! Lève-toi soleil" y rindió a buen nivel en los pasajes más íntimos, desplegando unos pianos sugerentes y bien timbrados.

En los dúos "Ange adorable" y "L’amour, l’amour" ambos protagonistas estuvieron equilibrados y bien empastados, evidenciando una sintonía muy necesaria para el adecuado funcionamiento de esta obra.

Olga Syniakova y David Lagares fueron los otros líricos más destacados. La mezzosoprano exhibió un caudaloso registro central y una facilidad para la proyección que cristalizarían en "Moi, je suis ici", el aria del tercer acto que interpreta su personaje (Stéphano). El bajo, en el papel de Hermano Laurent, aportó una presencia escénica imponente y, sin grandes alardes vocales, desplegó una voz robusta y profunda, repleta de armónicos y poderío.

El poco agradecido papel de Gertrude fue interpretado por la granadina Sandra Pastrana, segura y contundente en sus intervenciones; Régis Mengus, con un timbre atractivo (algo opaco en los agudos), fue un notable Mercutio; buen trabajo de Enric Martínez-Castignani como Capulet -aportando empaque y experiencia sobre el escenario- y acertados Emmanuel Faraldo (Benvolio), Sebastià Peris (Pâris) y José Manuel Díaz (Grégorio). Discreto el Duque de Verona desempeñado por Juan Laborería -con una proyección velada en sus primeros compases- y poco afortunado el Tybalt de Carlos Cosías, exigido en unos agudos estridentes y demasiado forzados.

Junto con Génesis Moreno, las otras grandes triunfadoras de la noche fueron Oviedo Filarmonía y la maestra francesa Audrey Saint-Gil. No es tarea sencilla plegarse a las exigencias orquestales que requiere esta ópera, con un trabajo sinfónico más profuso y sutil fruto de un Gounod maduro y más experimentado que en éxitos operísticos anteriores. Saint-Gil condujo con inteligencia a la OFIL, equilibrando escena y foso en todo momento, pero sin renunciar a un sonido considerable, extrayendo de la formación ovetense una tímbrica sugerente y llena de matices y aportando, tanto el dramatismo sinfónico preciso en algunos instantes especialmente trágicos, como el lirismo arrebatador que subyace en otros fragmentos donde la cuerda de la orquesta, esmaltada y con brillo, sobresalió con algunas intervenciones de mucho mérito.

El coro titular de la Ópera de Oviedo (Coro Intermezzo) también rayó a un nivel muy alto en lo vocal y en lo escénico, ya que, ante la ausencia de atrezzo y decorados se convirtieron en el gran dinamizador de la función (como se demostró en la escena del duelo). Poderosos, con las diferentes cuerdas bien empastadas y un sonido pleno y redondeado, culminaron un extraordinario trabajo que habían forjado desde la obertura, con unas expuestas intervenciones a capella que los pupilos de Pablo Moras ejecutaron con volumen y certera afinación.

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