Opinión
Peajes
El precio inevitable de vivir donde uno elige
Se habla mucho estos días del peaje del Huerna. Algunos creen que una manifestación de 5.000 personas va a torcer el brazo del mismo Gobierno que ha amnistiado y perdonado deudas milmillonarias a golpistas delincuentes, entre otras fronteras morales sobrepasadas, todas ellas mucho más graves que 15 euros en una autopista. Supongo que soñar es gratis (los sueños son lo que le queda al que no pinta nada), y no seré yo el que corte las alas de la imaginación ajena.
No obstante, eso de los peajes es interesante, porque la vida misma está repleta de ellos. Peajes no económicos, sino en un sentido más amplio: las incomodidades, limitaciones y frustraciones por las que hemos de tributar inevitablemente en nuestra senda existencial. En cada cruce de caminos, en cada bifurcación biográfica, se abren ante nosotros distintas sendas, y cada una de ellas impone un peaje.
Pienso con frecuencia en ello desde que regresé a Oviedo hace cinco años, después de diecisiete fuera, once de ellos en Madrid. No tengo duda de que, en el balance neto, he salido ganando con mi retorno. Madrid, por supuesto, ofrece apetitosos horizontes, sobre todo en mi profesión, siempre propensa al pecado de la vanidad: más proyección, más impacto, más posibilidades de conocer personas influyentes e interesantes, más cercanía a la pomada donde se cuecen los destinos de la nación. Es una ambición no solo exclusiva del periodismo: Madrid sigue siendo el lugar donde uno va a "triunfar" (pónganle cien comillas a la palabra), ya que alberga mayor dinamismo económico. Además, la capital presenta un variado menú de ocio y vida social, especialmente para los jóvenes, si bien al final uno acaba yendo al teatro una vez cada lustro y hacer planes exige elaborar un Excel con semanas de antelación. Por no hablar de los precios inmobiliarios, que requieren casi ser el CEO de la empresa si quieres vivir con cierta dignidad habitacional dentro de la M-30. Son los peajes de Madrid, que, no obstante, sigue siendo la ciudad de la movida.
Oviedo, por el contrario, es la quintaesencia de la "ciudad de los 15 minutos", ese concepto urbanístico de moda que describe aquellas urbes donde uno dispone de todos los servicios esenciales en un santiamén. Yo prefiero llamarla "ciudad de los calzoncillos": uno está así en casa, en gayumbos, y en diez minutos puede estar ya subiendo al Naranco, yendo al cine o tomando una cerveza con los amigos. Todo es cercanía y facilidad, no hay tarea doméstico-logística que no pueda resolverse con un paseo por el centro (atravesando, de paso, el Campo San Francisco, ese bellísimo trocito del siglo XIX incrustado en el XXI), y la montaña y la playa son vecinas de lujo. Nos abriga el calor de la familia y de los amigos de siempre.
Pero también existen peajes ovetenses (o asturianos): falta empleo, falta gente joven (ojalá aquí un Amancio Ortega, que ha llenado La Coruña de jóvenes guapos diseñadores de moda) y no nos libramos de la eterna tentación de las sociedades pequeñas: la endogamia, el tinglado, el pacto tácito, el "yo no te fastidio y tú no me fastidias…". También esa fuerte tendencia, fruto quizá de una vida ociosa, a fijarse todo el rato en lo que hace el vecino. Sí, lo siento, diré la palabra: el provincianismo. La cortedad de miras, el vuelo bajo, los celos pueriles, la comparación banal.
Pero, al final, se trata de sopesar el resultado neto. De eso va un poco la vida, de hacerse cargo de los claroscuros. Comprobar cuántas monedas nos quedan en el bolsillo tras pagar el peaje y alegrarnos de que sean suficientes para un trayecto razonablemente feliz. El regreso a Asturias compensa el sablazo.
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