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Christina Rosenvinge, Han y médium

La cantante y actriz recrea el espíritu del filósofo, Premio "Princesa" de Comunicación y Humanidades, en un concierto hipnótico arropada por las pianistas Marta Espinós e Isabel Dombriz

Rosenvinge, en primer término, durante el concierto de este viernes en La Vega.

Rosenvinge, en primer término, durante el concierto de este viernes en La Vega. / Fernando Rodríguez / LNE

Chus Neira

Chus Neira

Dicen que al filósofo Byung-Chul Han no le gusta de prodigarse en saraos de gran formato y rehúye la exposición mediática. El Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades tendrá, con todo, un par de encuentros con el público en esta Semana de los Premios. Pero mientras llega y no a Oviedo, este viernes, en la fábrica de armas de La Vega, la inteligencia natural de tres mujeres, Christina Rosenvinge, Marta Espinós e Isabel Dombriz, alumbró el espíritu del pensador coreano nacionalizado alemán como quien prende una barra de incienso y espera a que los pensamientos se manifiesten. Un médium para que las setecientas personas que habían reservado su entrada para el concierto “Alas para pensar” llegaran a sentir las variaciones Goldberg de Bach, la terrible belleza de las cartas de Rosa Luxemburgo durante la Primera Guerra Mundial y las reflexiones sobre libertad, muerte y vida de Han como una misma cosa, algo que sucede de una forma tan poco evidente pero tan intensa.

Dos pianos de cola interpertados por Espinós, primero en solitario, luego ya acompañada por Dombriz todo el concierto, a veces a cuatro manos, fueron regando los parlamentos de Rosenvinge con pequeñas piezas de las preferidas por el filósofo, melodías inmarcesibles de la historia de la música entre las que el maestro barroco de Turingia fue la nota dominante, pero donde también hubo lugar para las “Escenas infantiles” de Schumann, una sonata de Mendelssohn el fauno de Debussy.

A cada interpretación, la voz de Christina Rosenvinge, acomodada durante los pasajes musicales en un sofá de sala vip de aeropuerto con un té en la mesa auxiliar, ofreció textos extraídos en su mayoría de “La tonalidad del pensamiento”, de Han. Lo hizo con esa cautivadora dicción suya (un preciso desdén) que aportó a las reflexiones del filósofo el distanciamiento necesario para sentir las reflexiones como mantras esenciales y eficaces. Tal fue el recogimiento que lograron concitar en la sala, que el público enmudeció desde el principio y entendió, sin que nadie tuviera que explicarlo, que los aplausos no podían quebrar la sosegada búsqueda interior de alguna certeza a través del arte y la filosofía.

Escribía Han y decía Rosenvinge que al filósofo le gusta pensar que sus dos pianos de cola son como dos alas, y que esa palabra que en alemán se utiliza para referirse a ese instrumento, “flügel”, la prefiere a la voz inglesa de “gran piano”. Una lengua tan económica y otra tan poética. Por eso él prefiere el alemán y se detiene ante el sonido hermoso de algunos términos en otros idiomas. “Qué hermosa es la palabra española ‘mariposa’”. Acababa de leer esas palabras Rosenvinge y sonaba sin solución de continuidad el “Preludio a la siesta de un fauno”.

Esa dinámica siguió prolongándose durante el concierto. Rosenvinge hablaba de las flores y los jardines que cautivan al filósofo, se preguntaba sobre el paraíso perdido (“¿dónde está el jardín donde podríamos haber nacido?”), recitaba ese soneto de Rilke en el que aconseja a los muchachos “que no pongan el valor en la urgencia, en el querer volar”, que “está todo en reposo, la sombra y también la claridad”. De esas reflexiones sobre la quietud, contra los tiempos de velocidad digital, se pasó a dos fragmentos de una carta de Rosa Luxemburgo a su amiga Sophie Liebknecht. Eran textos especialmente conmovedores donde la pensadora describía el maltrato que los soldados ejercían sobre un grupo de búfalos obligados a tirar de los carros, animales que habían sido “apaleados horriblemente hasta comprender que habían perdido la guerra”, bestias que en su sufrimiento “tenían claramente la expresión de un niño que ha sido duramente castigado y no sabe para qué, por qué motivo, ni cómo escapar del tormento, de esa brutalidad”.

En medio de esa comunión colectiva con la búsqueda de cierta sincronía con el ser humano y lo que le rodea, la sesión fue perfecta. Desde algún llanto perdido de un bebé en la última butaca hasta la oscuridad creciente adueñándose al otro lado de los cristales rotos de las naves de La Vega, todo hablaba de Han, de Bach y de la vida con la voz de Rosenvinge. Y era perfecto. Una hora escasa fue suficiente para que incluso el último aplauso, liberador y agradecido, tardase unos segundos en llegar, por miedo a que se rompiera el hechizo y el espíritu de Byung-Chul Han se esfumara.

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