Del mismo modo que hay sibaritas del tenedor y tipos que matarían por la pastilla milagrosa para solucionar el trámite de comer tres veces al día, también existen dos tipos de personas a la hora de ir al baño.

Están los que cagan rapidito y sin mayores ceremonias y luego gente como yo, que ha hecho del lavabo su domicilio fiscal. Y es que en los baños se cuece la vida misma. Al fondo a la derecha, entre retretes, bidés y jaboneras horribles hemos amado, bajado a los infiernos cien veces, dormido la mona, sostenido en la palma de la mano el primer diente de leche de nuestros hijos? Es más, gracias a los baños y a la innegable confortabilidad de sus retretes para la lectura muchos hemos regateado el analfabetismo y estamos aquí escribiendo columnas. De esta pasión mía por los baños tampoco se libra el fútbol. A estas alturas puedo decir que en pocos lugares he aprendido tanto de los equipos como en sus meaderos. El viernes en Vallecas no fue una excepción.

Lo confieso, tengo la fea manía de ir al baño en mitad del partido. La mayoría de las veces voy sin gana y aunque me cueste perderme algún gol de mi equipo. Suelo ser tajante con la tontería y tan solo la incumplo en los encuentros muy señalados, pero como el Real Oviedo no acostumbra a jugar finales he podido cumplir con la extravagancia sin mayores apuros a lo largo de los años. Por maniático acabé por comprender que los excusados del estadio son el espejo del alma de los equipos a los que dan servicio. Los estupendos aseos del Bernabéu nos dicen algo de su dueño como lo hizo el meadero de aluminio en el campo del Queens Park Rangers en el que experimenté, codo con codo y entre el vaho de invierno, lo que siempre había leído sobre la atmósfera del fútbol inglés. Lo mismo pasa con los del antiguo Teresa Rivero.

Humildes, forrados de pegatinas bravuconas que han ido dejando los ultras visitantes, heladores por su cercanía al vomitorio que da directamente a la calle, pero al fin cumplidores. Además, hay otro tema fundamental: yo voy a los baños a escuchar el fútbol.

Huir del jaleo en la grada y sumergirse por unos minutos en el vientre del estadio es una experiencia curiosa. Como leer los créditos del disco mientras lo escuchas, algo siempre aprendes. Privado de esa emoción primaria que da el esfuerzo físico en directo y desde cierta distancia hay que afilar los sentidos para entender lo que sucede. Sin embargo soy capaz de hilar con el sonido de los míos un relato del partido tan fidedigno que impresiona. En Vallecas bajé a mear justo después de que el Rayo marcase el 1-0 y mientras regresaba a la grada me paré durante un buen rato a escuchar a la afición sin ser parte de ella. Parado sobre un escalón de cemento sobre el que se podía leer 'Tebas, vete ya' , no necesité asomar al césped para saber lo que ocurría. Para notar la ilusión y la ambición que envuelve al Oviedo en este preciso momento de la temporada. Con el partido perdido en casa de un rival directo, como tantas otras veces, las tripas del estadio vallecano devolvían rebotados los gritos de una afición que ve a su equipo capaz de cualquier cosa. No hace falta ser un lince para ver que algo ha cambiado. Sonreí y regresé a mi asiento.