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Ictus: los peligros de los que (casi) nadie habla

La contaminación, la falta de instalaciones deportivas y otras carencias económicas y sociales agudizan los factores de riesgo de las enfermedades vasculares |

Ilustración: Juan Ferreira

Estudié medicina, me especialicé en neurología y durante más de veinte años me he dedicado a atender a pacientes con ictus. En la Facultad nos enseñaron a entender la enfermedad, desglosaron los factores de riesgo que la hacen más probable, nos mostraron cómo la obstrucción o la rotura de un vaso sanguíneo del cerebro tiene un efecto inmediato y terrible sobre la persona, haciéndole perder una o muchas capacidades de un instante para otro, de repente. Nos enseñaron también que una actuación rápida podría revertir un proceso que amenaza al paciente con la discapacidad o la muerte, y que para actuar rápido se necesita conocer los síntomas de la enfermedad. Desde entonces, he dado innumerables charlas divulgativas, para transmitir a nuestros conciudadanos que una desviación brusca de la comisura bucal, una pérdida aguda de la fuerza o la sensibilidad en medio cuerpo, o una repentina incapacidad para hablar, son síntomas muy serios y requieren una actuación inmediata, que pasa necesariamente por alertar al 112 y desplazar al paciente a un hospital con capacidad para proporcionarle los mejores cuidados con la menor demora posible.

A lo largo de veinte años de atención a personas afectadas, de recorrer centros sociales, de reunirme con asociaciones y colectivos vecinales, de estudiar lo que se iba publicando, he entendido algunas otras cosas y son esas las que quiero compartir hoy con ustedes, porque nos las cuentan poco. Por algún motivo, los líderes de opinión tienden a culpabilizar a los individuos (usted come mucho, hace poco ejercicio, no se mira la tensión, fuma, controla muy mal su colesterol) y a buscar soluciones en las pastillas. En parte, tienen razón, pero sólo en parte.

Se sabe bien, por ejemplo, que los factores de riesgo clásicos que conducen a las enfermedades vasculares (la obesidad, la hipertensión, la diabetes, la dislipemia, los hábitos tóxicos) no inciden de la misma manera en los diferentes barrios de nuestras ciudades, y que los condicionantes socioeconómicos son claves para entender por qué en unas zonas (las más desfavorecidas) esos factores de riesgo se acumulan y hacen a sus habitantes (y especialmente a los más jóvenes) más proclives a sufrir estas enfermedades, y a la mortalidad y discapacidad que conllevan. Y eso no se cura con pastillas.

Cada vez está más claro que el estrés crónico genera un estado inflamatorio que precipita las enfermedades vasculares y muchas otras

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Se sabe también que factores de riesgo como la contaminación ambiental, antaño ignorada en este terreno, se configura como una de las principales causas de las enfermedades vasculares y que, no por casualidad, la contaminación es mayor en esos mismos barrios desfavorecidos. Y eso tampoco se cura con pastillas.

Se sabe que la existencia en los barrios de equipamientos deportivos o de zonas verdes, o en las ciudades de carriles-bici, aumenta el número de ciudadanos que hacen ejercicio y mejora la calidad del aire.

Y se sabe que la existencia de centros sociales, bibliotecas y lugares, en general, que favorecen la sociabilidad y la interacción entre las personas, crea redes que las hacen más saludables y les otorga herramientas para enfrentarse a las enfermedades. Herramientas que las personas aisladas en sus casas no tienen. Y nada de esto lo dan las pastillas.

Cada vez está más claro que el estrés crónico genera un estado inflamatorio en nuestro organismo que precipita las enfermedades vasculares y muchas otras. Y que el ritmo de vida que nos imponen no es el mejor para conservar la salud. La dualidad mente-cuerpo fue superada hace mucho. Y de la misma manera que el bienestar mental promueve la salud, lo contrario la socava. Y, por muchos ansiolíticos que tomemos, esto tampoco se arregla con pastillas.

Se sabe bien que, tras el ictus, que supone en muchas ocasiones un cambio radical en todos los órdenes de la vida, sólo una rehabilitación adecuada y suficiente podrá sacar del paciente toda su potencialidad, para intentar integrarlo de nuevo a su lugar en la sociedad. Sabemos que los recursos públicos en este sentido son limitados, y necesitamos perentoriamente que sean suficientes, para que a la desgracia de la enfermedad no se sume la impotencia de la precariedad económica.

Sabemos, por fin, que, a veces, el ictus es tan grave que todos los esfuerzos son vanos, y el paciente se ve abocado a la discapacidad y, muchas veces, al aislamiento social o a la ruina económica. Los pacientes se van de alta a un mundo diferente al que dejaron, con un sentimiento de ¿y ahora qué? y con una protección social escandalosamente precaria. Alguien dijo alguna vez que cualquier sociedad se mide por la forma en la que trata a sus miembros más vulnerables, y muchas veces pienso que, por más pecho que saquemos, nuestra altura es más bien escasa.

En el Día Mundial del Ictus, reconozcamos el heróico esfuerzo que hacen las personas que sufren la enfermedad por superarla. Pero no olvidemos que, al igual que en la mayoría de las enfermedades, la dimensión social y económica es determinante para explicar por qué ocurren y para dar a los supervivientes la mejor vida posible. Y eso no se arregla con pastillas, sino con medidas políticas y con políticas sociales o, en su defecto, con asociacionismo y reivindicación. Necesitamos coraje para situarnos en la verdadera dimensión del ser humano, que no debe ser una pieza en un engranaje. Necesitamos creer en la grandeza a la que podemos aspirar si nos atrevemos a ver la vida de otra manera. Al fin y al cabo, es probable que mañana los más vulnerables seamos nosotros.

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