Opinión
¿A quién pertenece la ciencia? La reflexión de tres neurólogos del HUCA sobre lo que pasa con las revistas científicas
La mayoría de las revistas científicas relevantes obligan a los autores a pagar importantes sumas por publicar sus trabajos

¿A quién pertenece la ciencia? / LNE
Somos médicos, trabajamos para el sistema público de salud y, desde hace años, dedicamos parte de nuestro tiempo fuera del horario laboral a la investigación clínica, impulsados por la convicción de que observar, registrar y analizar lo que ocurre en la práctica médica cotidiana puede mejorar la vida de los pacientes. Hemos publicado los resultados de nuestras investigaciones en revistas nacionales e internacionales, casi siempre sin respaldo de financiación. Como nosotros, muchos otros profesionales en distintos ámbitos científicos trabajan empujados por la vocación y la responsabilidad.
Por eso queremos compartir una reflexión que, aunque nace de una experiencia personal, apunta a un problema estructural que afecta al corazón mismo de la ciencia: el modelo de publicación científica actual es, en muchos casos, profundamente injusto.
La mayoría de las revistas científicas relevantes, incluso las llamadas "de acceso abierto", funcionan bajo un esquema que obliga a los autores a pagar importantes sumas de dinero por publicar sus trabajos. Estas tasas de publicación, que pueden alcanzar los miles de euros por artículo, son inasumibles para muchos investigadores que no cuentan con financiación institucional. A eso se suma que, paradójicamente, el conocimiento que alimenta estos artículos suele generarse en universidades y centros de investigación públicos, sostenidos con el dinero de los contribuyentes y que, además, en muchas ocasiones también se cobra a los lectores por acceder a ellos, generando un triple peaje que beneficia a las editoriales, pero no a la comunidad científica ni a la sociedad.
El resultado es un sistema con un sesgo evidente: solo quienes tienen detrás una universidad o un hospital con un holgado presupuesto para investigación, o un patrocinador privado, pueden permitirse publicar. En este último caso, la financiación suele implicar una contraprestación más o menos explícita, lo que introduce dudas legítimas sobre la independencia y la objetividad científica de los trabajos así costeados. Mientras, las investigaciones independientes, observacionales, las que nacen en las consultas, en los laboratorios pequeños o incluso en los países con menos recursos, quedan sistemáticamente relegadas. No porque les falte calidad, sino porque no pueden pagar por ser leídas.
Más preocupante aún es la proliferación de un fenómeno que empieza a ser demasiado frecuente: el rechazo poco argumentado de un artículo por parte de una revista, acompañado de una "invitación" a publicarlo en una revista secundaria del mismo grupo editorial... previo pago, por supuesto. Este tipo de prácticas contribuyen a erosionar la confianza en el proceso de revisión por pares (mecanismo por el que expertos en el mismo campo de trabajo de los autores evalúan de forma crítica un manuscrito antes de la aceptación para su publicación), que debería ser riguroso, transparente y basado únicamente en criterios científicos.
Quienes trabajamos en medicina sabemos que la investigación no debería ser un negocio. El conocimiento es un bien común. Y como tal, debería estar libre de barreras económicas que limitan tanto su producción como su acceso.
Es urgente repensar este modelo. Ya existen alternativas que son viables, como las plataformas financiadas por consorcios académicos o instituciones públicas, los movimientos de ciencia abierta que reclaman que, tanto los resultados como los datos y procesos de la investigación financiada con fondos públicos, estén disponibles sin barreras económicas. Pero necesitan apoyo, reconocimiento y una apuesta decidida por parte de las entidades de evaluación científica, que hoy siguen premiando más el nombre de la revista que el contenido del artículo.
Como médicos, creemos que la sociedad tiene derecho a saber que mucho del conocimiento que podría mejorar nuestras vidas no ve la luz, no porque no sea valioso, sino porque no es rentable. La ciencia no puede seguir siendo un lujo. Tiene que volver a lo que siempre debió ser: un espacio abierto al pensamiento crítico, a la diversidad de voces y al servicio del bien común.
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