La advertencia sobre el cáncer de Juan Fueyo, neurocientífico: “Las pruebas radiológicas no son la panacea”

La realización masiva de TC (escáneres) puede llegar a provocar el 5 por ciento de los nuevos diagnósticos de cáncer

Las pruebas radiológicas no son la panacea

Las pruebas radiológicas no son la panacea

Juan Fueyo

Juan Fueyo

Juan Fueyo es neurocientífico en el MD Anderson Cancer Center (Houston, Texas) y escritor

En mi infancia, con seis o siete años, recuerdo que mi madre me llevó al médico porque quería que "me pasaran por los rayos". Los rayos X han revolucionado el diagnóstico fiable de muchas enfermedades, incluido el cáncer. Sin embargo, hoy sabemos que la radiactividad produce cáncer y que Marie Curie, una de sus hijas y su yerno fallecieron de cáncer. Las radiografías y sus versiones modernas, como las tomografías, se han popularizado tanto que cientos de miles de españoles "son pasados por rayos" cada año. Y en Estados Unidos ocurre lo mismo. Naturalmente, esas pruebas complementarias tan útiles, y que en ocasiones son imprescindibles e insustituibles, son fuentes de radiación.

Investigadores de la universidad de California en San Francisco se hicieron la siguiente pregunta: ¿Cuántos casos de cáncer podrían deberse a la exposición a la radiación de exámenes anuales de tomografía computarizada (TC) en los Estados Unidos? Utilizando bases de datos homologadas y modelos estadísticos, descubrieron que los 93 millones de exámenes de TC –o escáner– realizados en 62 millones de pacientes en 2023 provocarían 103.000 casos de cáncer en el futuro, un número que, a mí –y espero que a usted también, amigo lector– me pareció despampanante. Estos datos sugieren que, si continúan las prácticas actuales de dosificación y uso, la radiación de la TC podría a la larga representar el 5 por ciento de los nuevos diagnósticos de cáncer anuales. Estos resultados fueron publicados en la revista de la Asociación Médica Estadounidense, JAMA ("The Journal of the American Medical Association") a mediados de abril.

La TC es indispensable en la práctica médica. Sin embargo, no debe convertirse en un recurso que le ahorre al médico "tener que pensar". No existe sustituto para la mente humana, ni siquiera la mal llamada inteligencia artificial. El juicio clínico sigue siendo la mejor herramienta terapéutica de la que disponen los hospitales. Un grupo de buenos médicos supera con creces fábricas enteras de tomografías, resonancias y ecógrafos.

A lo largo de mi práctica médica, me he encontrado con situaciones cómicas sobre la valoración de la TC y otras pruebas diagnósticas. Recuerdo una vez que un colega me dijo, medio en broma medio en serio, que "internista más TC equivalía a neurólogo". Porque, según él, el TC craneal le daba el diagnóstico sin necesidad de explorar a la paciente. Esto es una boutade, por supuesto. Mi respuesta fue: "Claro, pero ¿qué harás cuando la TC salga normal y el paciente siga en coma?". En otra ocasión, alguien me dijo que, si hubiera que comparar a dos neurólogos, el mejor sería era el que fuese más rápido en solicitar la TC. Otra inmensa chorrada. Pensar que las pruebas complementarias pueden sustituir al juicio clínico es un error garrafal y, como sabemos ahora con el estudio de JAMA, una actitud irresponsable que pone en peligro al paciente.

Y probablemente debido a esos dos errores –sobrevalorar las pruebas complementarias y pedirlas para "ganar tiempo"– el número de TC que se realizan en Estados Unidos supera con creces los que serían necesarios si se usase tiempo para hacer una buena historia clínica y, sí, para reflexionar sobre el paciente y su enfermedad.

En una ocasión, le preguntaron a un médico que solicitó una TC: "¿Cambiaría tu actitud terapéutica dependiendo del resultado?". Y cuando respondió que no, el radiólogo le dijo: "Entonces ¿para qué la pides?" De alguna manera, los protocolos médicos necesitarán actualizarse tras el estudio de JAMA.

Durante una guardia de neurólogo me llamaron para que visitara a una paciente en coma que tenía confundido al residente de primer año de dermatología, obligado a hacer guardias de medicina interna. Era una mujer joven, que había entrado en coma de manera súbita –lo que sugería una embolia cerebral–, no tenía fiebre y el análisis de sangre y orina normales. Las radiografías de tórax y cráneo no mostraban nada anormal. La TC cerebral era también normal. Estudios para una posible intoxicación por fármacos y drogas habían resultado negativos. Los estudios metabólicos eran normales. La exploración neurológica, según me informaron, no mostraba otras alteraciones que una persona en coma, es decir, no apuntaba al daño concreto de ninguna estructura cerebral.

Eran la cuatro de la mañana, la paciente tenía los pies cruzados, las manos cruzadas en el pecho y un movimiento de los párpados característico. Salimos a hablar con el marido, quien estaba en la sala de espera. En lugar de preguntar sobre la enfermedad le pregunté si había ocurrido algo entre los dos. Me dijo que tenían que ir al día siguiente a una reunión familiar a la que su mujer no quería atender –quizás una herencia, no recuerdo bien– y que habían tenido una discusión al respecto. Poco después, había encontrado a su mujer tumbada en la cama inconsciente. Le sugerí amablemente que le dijera a su mujer que no iban a ir a esa reunión, que ella era lo más importante y que le pedía disculpas por no haber sido más sensible ante sus sentimientos. La mujer se echó a llorar y poco después salía del hospital andando, del brazo de su marido. Eso sí, dejó en el hospital un montón de trabajo burocrático y de resultados negativos de pruebas complementarias de todo tipo.

La radiación produce cáncer. Esa es la realidad. Y la radiación usada en pruebas médicas también aumenta el riesgo de cáncer. Al igual que otros factores de riesgo modificables, como el consumo de alcohol, el tabaquismo o la obesidad, la exposición a radiación por TC debe reducirse en la práctica clínica para disminuir la carga futura de cáncer. No suelo dar consejos en mis artículos, pero hoy haré una excepción: amigo lector, no pida a su médico que le hagan radiografías innecesarias, especialmente aquellas que implican mayores dosis de radiación. Mejor pídale que se tome tiempo para escucharle y estudiar su caso. Es cosa sencilla y puede ahorrarle problemas.

Sin embargo, los médicos no tienen tiempo para pensar. El sistema juega en su contra. Los médicos de familia disponen de apenas unos minutos para atender a cada paciente. Las urgencias están sobresaturadas y los médicos deben examinar a varios pacientes al mismo tiempo. Por ello, muchas veces se ven forzados a tomar atajos, y "atajar" en ocasiones se traduce en pedir más análisis. Este sistema, que perjudica tanto al médico como al paciente, es el responsable de que se soliciten innecesarias pruebas complementarias. Esa dinámica de trabajo, que en ocasiones roza el absurdo surrealista y en otras resulta sencillamente bochornosa, es la responsable de que el ejercicio de la medicina pueda, paradójicamente, favorecer el riesgo de cáncer.

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