La apasionante aventura de crear fármacos a la carta

Debemos desarrollar argumentos éticos, sociales y jurídicos sobre la creación de órganos y la medicina regenerativa

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María Berdasco Menéndez

María Berdasco Menéndez

¿Cuántas veces hemos oído que las neuronas no se regeneran? Que una vez que, sea por la razón que sea, se mueren ya no hay vuelta atrás; de modo que inevitablemente con el paso del tiempo, y muchas veces con la ayuda de nuestro mal estilo de vida, se va descontando el número de neuronas funcionales que tenemos. Pues bien, afortunadamente la situación no es tan dramática. En las últimas décadas hemos descubierto que nuestro organismo dispone de unas células protectoras, las células progenitoras neuronales, que conservan una interesante propiedad: bajo un estímulo correcto, son capaces de convertirse en neuronas.

Lo cierto es que las células progenitoras neuronales no son una excepción, y el ser humano en su fase adulta contiene numerosas células similares en múltiples órganos, incluyendo la sangre, la médula ósea, la grasa, la pulpa del diente, la córnea, el páncreas o el hígado, entre otros. Esta población de “guardianas” son las células madre adultas que pueden ayudarnos a regenerar nuestros tejidos cuando están dañados. Así ocurre, por ejemplo, con las células progenitoras de la medula ósea, que son capaces de generar las células de la sangre, y que son las base de los trasplantes de médula ósea en pacientes de cánceres hematológicos (leucemias y linfomas).

Alguien podría pensar que somos como las lagartijas que pueden ser capaces de regenerar la cola si pierden un parte de ella o como las estrellas de mar que tienen la capacidad de reconstruir un apéndice entero. Pero no, nuestro poder de regeneración es limitado. Esto es debido a que la abundancia de la población de células madre adultas puede ser escasa en ciertos tejidos, pero además a que en cierto modo estas células madre adultas tienen el poder de diferenciación limitado.

No todo son malas noticias. Desde finales de 1998 somos capaces de generar células humanas con mayor poder de diferenciación. ¿Y por qué? Porque hemos aprendido a reproducir en el laboratorio lo que ocurre de forma natural durante el desarrollo embrionario. Tras muchos años de intensa investigación, un grupo de investigadores de la Universidad de Wisconsin (EE UU) consiguió el primer cultivo de células madre embrionarias humanas. Para ello, seleccionan una población de células a partir de blastocistos, un estadio de desarrollo del embrión previo a su total implantación en el útero y que en humanos se corresponde con el día 5-6 tras la fecundación. Estas células embrionarias crecen en placas de cultivo en el laboratorio y se multiplican de forma casi ilimitada hasta alcanzar gran número. Llegado ese momento, es hora de “jugar con el destino” y, mediante la introducción de determinados componentes en los medios de cultivo, es decir, de lo que le damos de comer a las células, somos capaces de inducir la diferenciación de esas células hacia múltiples linajes celulares. Y las células embrionarias tienen el potencial de diferenciarse a todos nuestros tejidos: por eso se denominan células pluripotentes.

Mediante este procedimiento se han creado células del corazón, de la retina, del hueso o del páncreas, entre otros, y aún más importante, se ha logrado que estas células simulen su función. Por ejemplo, puede apreciarse como las neuronas en cultivo transmiten sinapsis o como las células cardiacas se contraen simulando latidos. El primer ensayo clínico realizado en humanos se desarrolló en el año 2010. Promovido por la compañía americana Geron Corp, incluyó pacientes con lesiones medulares a los que se introdujo células madre embrionarias que habían sido manipuladas para ser precursoras de ciertos tipos de células nerviosas. Estas células pueden viajar a la zona de la lesión espinal reciente y contribuir a la regeneración de los nervios medulares dañados.

El ensayo clínico se suspendió en 2011 –supuestamente por motivos económicos–, pero la realidad es que el uso de células madre embrionarias para fines de investigación o terapéuticos generó bastante discusión entre la sociedad. Estos embriones humanos pertenecen a embriones descartados de tratamientos de fertilidad que son congelados en dichas clínicas y, bajo el consentimiento de los progenitores, pueden ser donados para investigación. La legislación española lo permite. Sin embargo, los movimientos sociales más “provida” argumentan que se está destruyendo una vida humana. Si un conjunto de 200 células puede considerarse vida humana o no depende del ángulo desde el que se mire y de las convicciones morales, y, en gran medida religiosas, de cada uno. Ambas posturas deben ser respetadas.

La ciencia buscó la forma de solventar esta discusión ética. En el año 2007, el investigador y médico japonés Shinya Yamanaka logró crear por primera vez células pluripotentes pero sin tener que destruir embriones humanos. Para ello, partió de fibroblastos tomados de biopsias de piel y les introdujo un “cóctel” genético que provoca la pérdida de diferenciación de esas células. Creó así las denominadas células madre inducidas pluripotentes (o iPS, por sus siglas en inglés) y abrió la puerta a la medicina personalizada regenerativa por un camino éticamente correcto. No en vano, el descubrimiento le valió el Premio Nobel de Medicina y Fisiología en el año 2012, compartido con el británico John Gurdon. Y a partir de aquí se produjo la gran explosión de proyectos de investigación empleando iPS que condujeron al primer ensayo clínico en humanos en el año 2017 para el tratamiento de una enfermedad que provoca defectos visuales graves o incluso ceguera, la degeneración macular. A día de hoy, existen múltiples ensayos clínicos que emplean iPS para el tratamiento de enfermedades humanas, siendo probablemente los más frecuentes aquellos centrados en lesiones cardiovasculares, como los infartos, y las anteriormente mencionadas patologías visuales.

¿Por qué aún no se ha implementado la medicina regenerativa como práctica clínica habitual en la regeneración de órganos dañados? La razón es bastante sencilla: porque aún debemos conocer los entresijos moleculares que guían el desarrollo de nuestros órganos. Debemos conocer cuáles son los genes que se activan y desactivan, cómo interaccionan entre ellos, qué agentes influyen en que se “dispare” la señal de activación, cómo estos programas se alteran en las enfermedades y un sinfín de preguntas más.

Para tratar de generar este conocimiento recurrimos a crear órganos en laboratorio que podamos manipular sin dilemas éticos. Son los llamados organoides, o agregados de células cultivadas en matrices tridimensionales (3D), y que pueden considerarse órganos en miniatura simplificados que conservan algunas funciones fisiológicas. Se ha logrado establecer miniórganos de riñones, de intestino o incluso de cerebros, entre otros, partiendo de células pluripotentes (embrionarias o iPS). Y, es más, se pueden hacer crecer estos mini-órganos en unos dispositivos o chips, los llamados órganos en un chip, de modo que varios mini-órganos se conectan unos con otros mediante canales que permiten la circulación de distintos fluidos.

Estos sistemas abren las posibilidades de simular distintos ambientes celulares –por ejemplo, de enfermedades– y así disponer de modelos experimentales para entender cuáles son los cambios moleculares y celulares asociados a esa enfermedad. Pero también permiten probar fármacos que actúan directamente sobre los tejidos diana. La vista está puesta más allá, y no solo se pretende emplearlos para alcanzar este conocimiento básico, sino que quizás en el futuro puedan usarse como modelos para crear órganos artificiales dirigidos a trasplantes. La idea es muy atractiva, porque podría solucionar los dos problemas más frecuentes en los trasplantes de órganos: la escasez de órganos y el riesgo de rechazo inmunológico. La posibilidad de crear órganos a partir de las células iPS del propio paciente eliminaría ambas restricciones.

Órganos a la carta, ¿realidad o ficción? Lo cierto es que aún nos quedan muchas limitaciones metodológicas y, por ejemplo, aún debemos dotar a estas estructuras del componente vascular o inmunológico al que se exponen los órganos naturales para que sean completamente funcionales. Lo que resulta indiscutible es que el avance científico crece a un ritmo exponencial, y debemos empezar a desarrollar argumentos éticos, sociales y jurídicos que permitan garantizar un buen uso, equitativo y racional, de la promesas de la creación de órganos y de la medicina regenerativa. Es hora de anticiparse al futuro.

María Berdasco Menéndez (Luarca, 1978) es coordinadora de la Semana de la Ciencia de su localidad natal.