-Yo era «muy francesa». A partir de los 15 años iba a Marsella de intercambio cada verano y había quien decía: «A saber qué ira a hacer ésta a Francia». Iba a casa de Jacqueline Luciani, hija de un jefe de Policía, de origen corso, gente maravillosa. Cuando me dieron margen para salir algo sola, a los 17 o 18 años, fue aún mejor. Cuando regresaba a casa, les daba pena porque volvía a la España de Franco. A mí me daba igual. Marchaba muy contenta y con ganas de regresar. Era mi sitio.

-Le chocarían los cambios…

-Siempre he sido positiva. Con mi poco dinero compraba periódicos y revistas. «Marie-Claire», que no tenía nada que ver con la de ahora, era estupenda porque en ella aprendías a ser moderna. Aquí había un figurín llamado «Lana Lobell» con chicas de estilo americano, falda de vuelo, luego can-can -volumen y frufrú- y zapato bajo. Todo tenía una edad. Las primeras medias, a los 15 años; los primeros tacones, a los 17 y la primera barra de labios, una de Ponds, clandestina, a veces compartida con otra amiga, para dar un paseo por la calle Uría. Intentábamos adelantarnos al canon de las madres. Yo tenía la suerte de que era una chica de instituto.

-¿Cuál era la diferencia?

-Mis tías decían que, como no estudiaba con las monjas, ya no me podía casar bien. Agradezco mucho a mis padres que no me hubieran educado en un colegio de monjas, no porque tenga nada contra ellas sino porque soy muy independiente y amiga de formarme mis cánones. En el colegio todas tenían que tener el mismo tipo de letra y me temo que de letra interna. En el instituto, que estaba en General Elorza, un edificio de los años treinta muy bonito, iba con muchas chicas del barrio que dejaban de estudiar pronto para trabajar en oficinas o tiendas. Algunas hicieron Magisterio y otras, menos, carrera de cinco años. Tenía algo de régimen militar: las conserjes te podían cachear en busca de chuletas, se rezaba -pero menos que en los colegios- y las flores de María se celebraban en mayo, en el vestíbulo. La zona era muy diferente. Donde está ahora el Centro Comercial Salesas eran todo tendejones que llegaban hasta la calle San Bernabé, y cuando pasabas por entre aquellos talleres sólo había hombres con un trapo grasiento que te echaban piropos.

-¿Molestaba o subía la autoestima?

-Era un peaje por pasar por allí y hacías caparazón.

-¿Por qué la educaron en el instituto? ¿Quedaba cerca de casa?

-No. Mis padres fueron a vivir a San Pedro de los Arcos, un paraíso para la infancia. La familia decía que estaban chiflados porque quedaba lejísimos. Cuando me hice mayorina, las cosas se complicaron porque estaba oscuro, encontrabas exhibicionistas por el camino, llegabas con los zapatos llenos de barro a Uría y los chicos no te podían acompañar a casa porque estaba mal visto.

-Exhibicionistas… ya no me acordaba de esa figura urbana.

-Podría escribir una tesis. La represión de entonces era su caldo de cultivo; la gabardina, su uniforme. Solían ser de mediana edad y actuaban por sorpresa. Hace poco más de veinte años había uno fijo por la Facultad de Químicas y la estación de Alsa. Cuando yo era jovencita, uno actuaba a lo largo de la tapia infinita del Hospicio, (hotel Reconquista). Era desagradable, pasabas miedo, te perseguían con voz áspera. Lo mejor era no hacer nada pero la tentación era correr. Yo tenía que cruzar la Pasarela, que era la boca del lobo. Llegó un momento en que mi madre salía a mi encuentro, y el párroco, don Argimiro Llamas, llevaba un gran perro cuando esperaba a alguna de sus sobrinas.

-Nombra a su madre. En otras entrevistas cita a su padre como una influencia, pero no a ella.

-No fui la hija que ella quería. Yo quería ser doctora antes de los cincuenta años. Hice mi tesis, la imprimí en un libro gordo y azul y, cuando se la enseñé, la apartó con un gesto. Ella hubiera querido una señorita ignorante y a ser posible guapa, que se casara lo mejor posible... para uno de aquellos médicos... En parte creo que por eso tardaron tanto en escolarizarme. Tuve profesoras en casa hasta que empecé el Bachillerato. Si no me llevó a las monjas fue porque consideraba que era para niñas de más alcurnia. Le agradezco que me dejara ir a Francia de intercambio y estudiar en el instituto. Ahora me doy cuenta de hasta qué punto funcionó la rebeldía en mí. Sin discusiones, hice lo contrario de lo que ella quería. Lo que para mí eran pequeña conquistas para ella eran frustraciones. No soy la única de mi generación que vivió eso.

-Ir de intercambio a Francia fue más frecuente años después.

-Lo hacía más gente, pero no conocí a nadie de mi edad. A veces, para conseguir un billete de tren, necesitabas tiempo y enchufe. El viaje era con transbordos, cargar con la maleta en Hendaya y otro tren... el Pirineo y el cielo roto por la tormenta hasta llegar, muy temprano, a Marsella, una ciudad echada a la calle. Vivía en una casa del siglo XIX llena de agencias de viajes, en el puerto. Por la calle veías negros e indios -en Oviedo no había uno- y la dieta era tan distinta que yo -que era de poco comer- pasaba hambre y tomaba leche condensada a escondidas en el baño.

-Usted leía.

-Fui lectora temprana e imaginativa. Mi abuelo y mi padre eran muy lectores. No me gustaban los libros para mujeres: Carmen de Icaza, las Linares, Pérez y Pérez. Leí cosas de adultos antes de lo razonable y eso me hizo cogerle manía a Valle-Inclán, al que no entendí. Mis libros eran «Buenos días, tristeza», «Entre visillos», «Nada». Me identificaba con aquellas mujeres protagonistas. A Dolores Medio la leí por amistad familiar, pero no la traté hasta años después. En Oviedo todo el mundo leyó «Nosotros los Rivero», que está vigente aunque descatalogada, creo.

-Usted se organizó para casarse, criar una familia, trabajar a la vez, doctorarse, sacar una cátedra, escribir

-Surgió así, sin plan. Conocí a Luis Carlón en la Biblioteca de la Universidad, en la calle San Francisco. Yo estaba estudiado y él creo que escribía algo. Hacía cuentos. Escribía mejor que yo. Yo tenía 20 años y estudiaba Románicas. Él era profesor de Derecho Mercantil y me sacaba siete años. En el patio del caserón había sol y sombra, como en los toros, y convivíamos todos. Yo había conocido a otros chicos antes. Hacíamos una vida -paseo y cine- con muy poco dinero. El cine marcaba el horario del ocio, las costumbres y la manera de vestir. Un grupo de chicas organizábamos sesiones los domingos por la mañana en el Real Cinema y veíamos sobre todo películas europeas, francesas, de Cocteau. El cine italiano entraba mejor en el circuito comercial. En Oviedo, cuando estrenaron «Arroz amargo», el portero del teatro Campoamor estaba compinchado con unos tertulianos del café Paredes y salía a avisarlos cuando empezaba el bayón de Ana. Eso, y el guante de Rita Hayworth en «Gilda», excitaban la imaginación de los hombres.

-¿Qué excitaba la de las mujeres?

-Éramos más inocentes. Regalaban unas estampas de los actores que metíamos entre los libros. Todavía no se decoraban las carpetas. A los 10 años o así empezó a gustarme Jorge Mistral y luego Charlton Heston. Acabaron gustándome los «ruininos», sobre todo Montgomery Clift.

-¿Tuvo un noviazgo largo?

-Nos casamos en 1966, cuando terminé la carrera. La Universidad era un camino incierto y hacía falta estabilidad. Me casé de calle, con un vestido beige y un abrigo azul de Maruja Valtueña. Fue una boda familiar. El otro día vi una foto y falta mucha gente, algunos de los jóvenes entonces. Asusta mirar hacia atrás. Soy muy familiar, aunque a veces hay familias que no te lo permiten. He roto con la de mi marido, sin enfados, porque no pasa nada pero soy poco hipócrita.

-En su tiempo la hipocresía era una asignatura troncal.

-No la aprendí.

-¿Hizo poca parroquia?

-Iba lo que había que ir, pero me daba cuenta, sin analizarlo, de que las que me rodeaban estaban más ilusionadas con la insignia de Acción Católica que yo. Había mucho agobio de falsa religión. Pero yo era de portarme bien y ahora también. Cuando escribo ni critico ni alabo.

-¿Usted cree?

-Una parte de mí, sí; otra es más analítica. Tengo muchos problemas, pero mantengo las formas. Ahora, por ser cronista oficial de Oviedo, voy a más misas que en mi vida y tengo muchos y buenos amigos en el clero.

-Decía que asusta mirar para atrás.

-Yo creía que las personas de setenta eran otra cosa, pero ahora que estoy a punto de cumplirlos me veo igual que siempre. Estoy más vieja y más sabia, y he aprendido de los errores.

-Algún error que le haya enseñado.

-Me gusta portarme bien con todo el mundo, pero a veces no merece la pena. Soy positiva. Para mi suerte, me parezco a mi padre, que era abierto, cordial, gozador y creativo. Sus fotografías reflejan cómo era. Aprendí muy directamente de él. Me han dicho que mi padre me dejó un gran archivo. No es verdad. Lo que me dejó fue curiosidad, que es de lo que vivo.

-¿Cómo aprendió de él?

-Era muy montañero. Yo no, pero salíamos y me enseñó, por ejemplo, lo que hoy llaman el Oviedo antiguo, que era el Oviedo pobre y me llevaba por aquellas calles y por el barrio de Regla, donde plantaban flores para venderlas en el Fontán. Me decían mucho que la ciudad hermosa era Salamanca, pero yo le vi el encanto al Oviedo roñoso. Mi padre es el responsable de mi relación para toda la vida con Oviedo.

-Estábamos en 1966, recién casada.

-Empecé a dar clases en el colegio Nazareth, que era del Arzobispado, creo, y llevaban unas monjas francesas con las que no me habría importado estudiar. Creo que acabaron echándolas por el uso que hacían de una de aquellas multicopistas de entonces. Cobraba 900 pesetas, y Luis 9.000. No era mucho dinero, pero vivíamos en un piso bueno, en la calle Valentín Masip, que estaba sin asfaltar. Nuestro primer hijo nació en 1968 y luego tuvimos tres más. Estuvimos en Valencia dos años porque entonces la carrera universitaria se hacía recorriendo España, lo que no estaba mal. En Valencia Luis se hizo muy amigo del historiador Josep Fontana. Yo no pude trabajar. Dijeron que mientras hubiera un valenciano sin trabajar no colocaban a un forastero. Estuvimos bien en Valencia, pero yo quería volver a Oviedo aunque académicamente hubiera lugares más interesantes.

-¿Por qué?

-Por absurda cabezonería, porque mis padres se iban haciendo mayores... Volvimos pagando el precio que puso el rector José Caso: que Luis fuera el decano fundador de la Facultad de Económicas. No había ni dinero, ni edificio, ni profesorado. Cuando la Facultad tuvo estabilidad, no quiso ser decano. A él le gustaba el estudio, no la política universitaria. Fue un profesor que esta Universidad no merecía. Era un universitario convencido, mucho más que yo. Dio oportunidades a algunos a ser mezquinos y hacernos mal.

-¿A quienes?

-No quiero dar nombres, pero mucha gente lo sabe.

-¿Cómo era su marido en casa?

-Estupendo. Estuvimos treinta años casados y nos llevamos muy bien. Murió de una enfermedad degenerativa que no quiero nombrar y más que pena por su muerte la tengo por su último tiempo.

Mañana, segunda entrega: «Si te dicen que me deprimí, preocúpate; y si te dicen que me suicidé, no te lo creas»