El sonido de una imprenta se parece al traqueteo de un tren. Continuo y constante. Y rítmico, como si hiciera una pausa para “respirar” en el breve receso que hay entre el paso de un papel y otro. En Siero, la más antigua abierta, Imprenta Noval, está en la parte superior de la calle Carlos Sánchez Martino de la capital del concejo. Hace esquina con la calle Ramón y Cajal, y desde ahí se puede acceder a la tienda, o al enorme taller que tiene sus dos portones siempre abiertos. En el acceso, al echar un vistazo, uno ya observa el continuo ajetreo en el interior, que siempre es igual o parecido, de lunes a viernes. Los primos Noval, descendientes de los hermanos Noval que una vez abrieron su taller en la Pola, tienen cada uno un papel asignado. Y lo cumplen a la perfección, dejando su huella en la gran mayoría de documentos que han contribuido a componer la historia de Siero (y en algunos casos de Asturias) de los últimos casi 75 años.

Los primos Noval, actualmente al frente de la imprenta

Cuentan que todo surgió gracias a un tío de la anterior generación de la saga Noval, que hizo fortuna en Cuba. Cuando regresó, les explicó a los cuatro hermanos que, viendo las perspectivas de negocio existentes en ese momento en Siero, lo mejor sería abrir una imprenta. Corría el año 1947, y ni José Luis, ni José Ramón, ni Manuel ni Juan habían trabajado antes con algo que tuviera algo que ver con papel y tinta. Aun así, aceptaron encantados la oportunidad que se les presentaba; aprenderían el oficio y el negocio.

Fue ese mismo tío el que puso el dinero para poder empezar. Les compró la maquinaria y recibían, semanalmente, lecciones de impresión con un hombre que venía de Noreña, que procedía de la “Librería Morchón”. Se instalaron en la calle que, en ese momento, se llamaba 22 de octubre, pero que ahora recibe el nombre de Celleruelo. “Se ganaron la fama de trabajadores”, cuenta Pedro Noval. Es un hombre de mediana edad, hijo de José Luis, que se crio entre tinta, tipos móviles y papeles, y que hace cuarenta años comenzó a trabajar ahí. Ahora regenta el negocio junto a siete de sus primos.

Arriba, tipos para componer palabras. Sobre estas líneas, impresora antigua. | I. G.

Cuando abrieron, tenían un negocio que les hacía la competencia, que se llamaba “Gráficas de Siero”. Pero a ellos, la oportunidad les pareció buena: trabajaron para lo que entonces se llamaba la Diputación de Oviedo. con empresas de los alrededores, como cárnicas de Noreña o concesionarios de coches, equipos de fútbol, y todo lo que se les pusiera por delante.

Por eso, del taller salieron miles de hojas impresas, retazos que a día de hoy conforman la historia de la Pola: folletos del Carmín de los primeros años, carteles de fiestas –que se mandaban a una gran máquina “que los lanzaba por los aires” debido a su tamaño– cartas, libros y un largo etcétera de diversos trabajos.

Los Noval, 75 años multiplicando palabras

“Cuando nosotros éramos pequeños, a veces, jugábamos con los tipos móviles y se los desordenábamos a los mayores. Entonces, les podía salir una remesa de papeles entera con una letra mal”, recuerda Pedro Noval. Se morían de rabia. Lo explica: “Es que están colocados de una forma determinada. Aquí están todas las ‘aes’, por ejemplo, de una tipografía determinada”, y señala el compartimento de uno de los cajones que están colocados frente a las ventanas del taller.

Con esos tipos móviles, que son las mismas piezas de plomo que inventó Gutenberg, se hacían los moldes que irían en la imprenta. Se colocaban con una especie de barras de metal, que hacían de márgenes. En los modelos más antiguos, como el que tienen en el lado derecho del taller, había una persona encargada de ir añadiendo y cogiendo el papel uno a uno. Y, si no era suficientemente rápido, su mano podía quedar también aplastada y caligrafiada. “Mi padre era un maestro. Lo hacía ya hasta dormido”, recuerda Pedro, mientras muestra el mecanismo de una máquina que ya no se utiliza.

Pero, aunque esa haya caído en desuso, tienen otras, algo más modernas, que siguen funcionando. La que empleaba Fernando, el jueves por la mañana, para colocarle el número a unas papeletas, también era de tipos móviles. Tiene un rodillo lleno de tinta, que gira de manera continua, llenando de color las letras. Estas se empapan y se estampan contra el papel nuevo, que llega. El viejo, por un sistema automatizado, lo retira la propia máquina y lo coloca en un montón distinto. Hay que revisar que todo vaya bien, no vaya a ser que algún gracioso haya cambiado de lugar alguna letra, el papel se pille o algo se descoloque.

Sin embargo, en el sótano tienen también el compromiso con la modernidad. Es una sala más fría que la calidez que se respira en el taller debido a la maquinaria que guarda dentro. Tienen varios ordenadores de última generación y una gran impresora, que funciona por láser, y que utilizan para determinados pedidos. Ocupa casi toda la estancia, y hay que limpiarla con regularidad, para mantener la calidad. Un profesional se ocupa de ello. De las de arriba, son los propios hermanos Noval los que lo hacen, como aprendieron desde pequeños.

También allí se encargan de cortar los grandes montos de hojas en distintos fragmentos, encuadernar libros y multiplicar, una tras otra, cientos y miles de palabras. Parece magia: alguien va con una idea y se convierte en una realidad de papel en unos días. El olor a disolvente y a tinta se cuela en la nariz de quien los visita. Ellos ya están acostumbrados, y siguen con su trabajo, sin detenerse ni un instante, como una máquina bien engrasada, como los pliegos, que salen uno tras otro, seguidos de la imprenta que siguen utilizando, o de la impresora, que tienen guardada en el sótano.

El método ha cambiado, pero la necesidad de sentir la lectura, de poder realizarla tocando un papel, se mantiene. El problema es que no saben cuánto tiempo durará eso. Ni quien va a continuar con el negocio en el futuro. De momento, no lo piensan mucho. Hay trabajo; la historia de Siero, una parte de ella, no se va a imprimir sola.