La Nueva España de Siero

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El bueno de Ezequiel

Despedida al maestro sierense del ajedrez, un ilustrado que se fue sin hacer ruido para no molestar

Ezequiel Martínez Rodríguez, era su nombre civil, Zequi, el apodo por el que cariñosamente, como no podía ser de otra forma, le llamábamos los que tuvimos la suerte de conocerle. Hace poco nos dejó. Con 64 años. Sin hacer ruido y sin avisar, para no molestar. Tal como era. Tal como se va mucha gente grande, como él.

Ezequiel nació en Tiroco, Valdesoto, un par de siglos más tarde de lo que le correspondía. Era un hombre de la ilustración, del racionalismo puro y duro. Estoy seguro de que de haber nacido en aquel tiempo, le hubiera tocado ser afrancesado y enciclopedista. Un hombre de luces, todo lo contrario a aquellas tinieblas que acabaron triunfando con cien mil hijos de San Luis incluidos y que sumergieron a España en la noche continua del andar a leches con el vecino durante casi doscientos años.

Ezequiel era un hombre sin prisas; no le hacían falta. No sabía lo que era un reloj, que para eso uno se guía por las luces durante el día y la situación de la luna durante la noche. No usaba móvil; tampoco le hacía falta. Recuerdo como su primo Pedro, en alguna de las comidas que tuvimos la suerte de compartir, le decía: “Pero Ezequiel, si es que muchas veces quiero pasar a verte, pero no sé donde puedo localizarte. Voy a regalarte un móvil a ver si lo usas”. Y él respondía: “No, que no lo quiero. El que me quiera localizar ya, sabe donde estoy.” Es decir, algo así como en el frente de Madrid primera línea de fuego pero en versión Pola de Siero. Total.

Ezequiel era un gran jugador de ajedrez. Podría haberlo sido posiblemente de élite si hubiera aprendido el juego de pequeño. Él mismo lo decía. Su juego era pausado y posicional, aplicando el más puro sentido común de Capablanca, huyendo siempre del juego táctico del peñazo y tentetieso. Jugar en su equipo, en el tablero junto al suyo, siempre te añadía una dosis de tranquilidad y seguridad en ti mismo. La transmitía.

Hace poco me comentaba un padre que había llevado a su hijo pequeño a las clases de ajedrez que, de forma gratuita, impartía en lo que fue el mesón Tiroco, junto al parque de Pola. Y que lo único que exigía era que el primer día el padre acompañara al hijo. Ahí lo ganó, en aquella primera clase de ajedrez. Llevó a los críos, padres incluidos, a dar un paseo por el parque. ¿Y sabéis de que trató aquella primera clase de ajedrez? de la Revolución Francesa. Tal cual. Ahí se ganó a aquel padre.

Entre sus anécdotas, me comentaron que una vez, cuando jugaba al fútbol en el Sariego, creo que de centrocampista de los de cerebro, un contrario le hizo una entrada muy dura y que Ezequiel cayó al suelo quejándose del golpe en una pierna. Allá que salió el masajista con la entonces “agua bendita” y la venda que enrolló en la pierna. Y, una vez vendada la zona del golpe, Ezequiel se incorporó y sin inmutarse le dijo al masajista: “Para, para, que es la otra”. Así era.

En fin, que de Ezequiel podríamos contar muchas anécdotas y de todas ellas sacaríamos una buena lección de vida. Pero habrá que dejarlas para otra continuación, que aquí sino se va a hacer largo para un solo capítulo, y el bueno de Ezequiel bien merece que las recordemos.

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