La Nueva España de Siero

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Ricardo Junquera

La japonesa del Whatsapp y el cantautor de Pañeda

Hace poco me llegó por Whatsapp uno de esos vídeos multirreenviados. Se trataba de una chica japonesa y delgadina que en cosa de dos minutos se metía entre pecho y espalda una tremenda perola de fideos y unos treinta huevos cocidos. Posiblemente muchos también lo hayáis recibido. Algo increíble si uno no lo ve. Y me acordé entonces de la historia que os cuento ahora y que sí que me tocó ver y vivir.

En la espicha de Pañeda Nueva del año 1984, los de la entonces comisión de festejos de Santa Apolonia llevamos a cantar a una especie de cantautor, cuyo nombre no sé si recuerdo bien ahora. El artista nos cobraba por la actuación quince mil pesetas o solo diez mil si le dábamos de cenar. Evidentemente, escogimos la segunda opción, en la creencia de que era imposible que una sola persona se fundiera cinco mil pelas de aquel entonces en cenar en una espicha. Y además el muchacho era menudo. Ya.

El primer pase fue bueno. Conectó con el personal. Canciones que todo el quisque conocía, tipo Víctor Manuel y así… Vale. Prometía maneras.

Vino el primer descanso. Su madre con el cantautor. Comió más que la niña del vídeo. Y sidra sin parar. En aquel primer alto se tomó, que yo recuerde, una ración de pollo al ajillo, media tortilla, una de bacalao, una de parrochas y dos chorizos a la sidra. Ah, y unos cuantos huevos cocidos. Más de cinco seguro, que ya empezamos ahí a perder la cuenta. Con pimienta y sal. Y sidra sin parar. Después vino el segundo pase. Fuere porque el público ya estaba más a sus labores o porque el chaval olvidaba las letras de las canciones a medio interpretar, la conexión ya no fue la misma. Cantaba con más espíritu, eso sí. Y cada poco un culetín. “Pa la garganta”, decía. Y vino otro descanso.

Quedó pequeño lo que había comido en el primero y va totalmente en serio. Las mujeres que estaban en la cocina salían a mirar el espectáculo porque no creían que lo que le estábamos pidiendo era solo para una persona, y además el cantante. Y con media buena fe, que suele ser la peor de las malas leches, le empezaron a sacar raciones varias. Comiolas una tras otra. Y sidra ya de forma continua. Un culete detrás de otro. Impresionante.

A eso de las tres de la mañana, cuando quedábamos solo los de la comisión y ya no había cocina, el artista quiso regalarnos otro pase. Inolvidable fue aquello. No atinaba a coger la guitarra, que tan pronto se le hacía grande como pequeña. Las cuerdas ni pa Dios. Y de la garganta solo le salía un susurro similar al que surge del duende de los mejores cantaores flamencos en momento de indisposición categórica. Inolvidable. Cada muy poco le interrumpíamos con una sentida ovación, que el chaval aprovechaba para tomar otro culete y comer otro huevo cocido. Literal. Era lo que quedaba de comida, y se los comió todos. Más de veinte. Pa haberla espichao en la misma espicha.

Ya cerca de las seis de la mañana decidimos, por unanimidad, y en pro de la salud del rapaz, bajarle al apeadero de Noreña. Y allí que lo dejamos, sentado en la escalera, con su guitarra en la funda, la mirada perdida entre sus rodillas y una sonrisa en la cara fruto de la satisfacción del deber cumplido. Es decir, totalmente catatónico.

Debió de llegar vivo a casa, porque no supimos más de él. Desde entonces, siempre que volvimos a contratar a alguien, nunca elegimos incluir la cena. Y sí, me creo lo de la chica del vídeo.

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