La Nueva España de Siero

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Ricardo Junquera

La nave de Amazon y el mendigo que jugaba al ajedrez

Las lecciones de una antigua historia

Estos días de atrás, un comercio de La Pola de los de toda la vida anunció que cierra sus puertas. Otro más. No pueden competir con las ventas por internet, dicen.

Y muy cerca, frente a la gran superficie comercial de Asturias, también en Siero, estamos viendo como día a día crece una tremenda nave destinada al reparto de ventas por internet. Vaya por delante la enhorabuena a los que hayan conseguido traerla, porque igual que lo ha hecho aquí, la empresa estadounidense podría haberse instalado trescientos y pico kilómetros más al Este, y entonces hasta luego Lucas, que hubiéramos perdido, entre otras cosas, los puestos de trabajo directos e indirectos que nos trae la nave y su capacidad para atraer a otras empresas emergentes.

Otra cosa es el daño que el efecto Amazon ocasiona en pequeñas empresas y comercios locales, que constituyen un tejido vital de nuestras ciudades y pueblos, y que, además de haber sido afectados tremendamente por la pandemia, son incapaces de competir con el gigante de la distribución. Es lo que tiene esto del nuevo colonialismo digital y su modelo económico que enriquece a las grandes plataformas al mismo tiempo que empobrece las economías locales. Es lo que hay.

Y ahora allá va la historia. Cuentan que hace muchos años un mendigo llegó a la puerta de un monasterio, se sentó, saco un tablero de ajedrez y se puso a jugar solo. Acabada la partida llamó a la puerta y al monje que le abrió le dio una pequeña moneda de poco valor. “Mire, es que acabo de jugar una partida de ajedrez contra Dios, apostamos esta moneda y he perdido; por eso se la doy”. El monje aceptó la moneda. El caso es que, al día siguiente, volvió el mendigo a la puerta del monasterio y de nuevo sacó el tablero y se puso a jugar aparentemente solo, y acabada la partida llamó otra vez a la puerta y entregó al monje la monedita que había apostado contra Dios y perdido. Y al día siguiente lo mismo. Y al siguiente del siguiente, igual. Y así durante muchos días. Y pasó que ya no tenía que llamar a la puerta, que los monjes del monasterio, con su abad al frente, esperaban la hora a la que llegaba aquel chiflado que jugaba solo al ajedrez y decía que jugaba contra Dios y que apostaba aquella monedita que sistemáticamente acababa entregando a los monjes. Y la fama de las partidas de aquel mendigo loco empezó a correrse por el reino, y ya eran muchos los que iban a verle jugar y a perder contra Dios, y cómo entregaba después la monedita apostada.

Hasta que un día se presentó a ver la partida el propio rey en persona. Y pasó que aquel aparente mendigo volvió a sacar su tablero y a montar las piezas sobre él, pero esta vez con una variante. En vez de sacar una pequeña monedita sin valor, sacó una bolsa llena de monedas de oro: era la apuesta de aquel día. El rey, cuando vio aquello, no pudo evitar una sonrisa, y el abad tampoco pudo evitar que le empezaran a temblar las piernas. Creo que sobra decir quién ganó aquella partida: la perdió Dios. Y cuando el mendigo tendió la mano al abad exigiendo la cantidad apostada, el monje miró al rey pidiendo que le eximiera de hacer el pago, que evidentemente aquello no era justo. El rey, sin perder la sonrisa, se encogió de hombros como diciéndole: “Qué quieres que te diga, compañero: el que a hierro mata a hierro muere. La vida es así, no la he inventado yo. Te toca pagar.”

Y volviendo a lo que antes comentábamos, quizás, y a la vuelta de la esquina, nos acabemos preguntando quién se llevó nuestras monedas de oro a cambio de las moneditas de pega. Quizás.

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