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Luis Miguel Montes Arboleya

La nueva aldea

El cambio de los pueblos asturianos a través de los oficios

Antes en los pueblos había albañiles, mineros y labradores, carpinteros y tenderos, chigreros, etcétera. Hoy cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. La llegada de algunos forasteros llama la atención a los escasos naturales que quedan. Sus ocupaciones y comportamientos nada tienen que ver con los de antaño. A continuación, pequeñas historias que confirman el cambio en nuestros pueblos.

Un individuo pone en su tarjeta de visita: "Pitoniso vegetariano. Licenciado don…". En una sesión de veinte minutos te lee la mano, te echa las cartas y luego te deja una dieta para el mes, todo por la módica cifra de 50 euros. Hasta ofrece tarifa plana, que resulta más barata.

El oficio más raro con el que se encontró mi informante es el de sonificador o ingeniero de ruido. Una persona que vive del oído. Se dedica a estudiar e interpretar el sonido que hacen las puertas de los coches al cerrar. Te calcula el precio de un coche con los ojos cerrados, según su propio testimonio. Los de gama alta tienen el sonido envolvente y redondo, mientras que en los baratos es frío y agudo. También vino un respetable exsindicalista, y ahora pacifista y animalista de nuevo cuño, que trabajó en la Fábrica de Armas de Oviedo muchos años y es asiduo, pancarta en mano, a las manifestaciones por la paz y contra la guerra. Se ve que es un hombre de principios, vaya. Fue el mismo que recién llegado compró unes pites para que viviesen en libertad, ya que su ideología no le permitía encerrarlas al oscurecer, hasta que un día apareció el raposu y no dejó ni una viva. Su compañera se dedica a coger flores para hacer marcapáginas.

Me llega la noticia de una pareja que vivió un año de alquiler y que se negaron a que colocaran un foco delante de su casa porque estaban en contra de la contaminación lumínica. Al poco se marcharon y los vecinos siguen esperando por el poste que aún está sin colocar.

Celia lleva toda la vida en la aldea. Soltera, vive sola y tiene un mastín que solo ladra a los madrileños y a los del Ayuntamiento. Por allí apareció una pareja de urbanitas aprendices de biólogos que huyeron durante la pandemia, pero que ya volvieron a la ciudad. Se pasaban las horas revolviendo entre las boñicas estudiando los insectos y se quedaban paralizados mirando la vida de cualquier charco. Cuando Celia los vio con aquellos entretenimientos y aquellas pintas le dieron ganas de regalarles una docena de huevos de casa en una cajina de madera. Unos días después, cuando Celia fue a tirar la basura al contenedor, que está detrás de su casa, cuál fue su sorpresa cuando se encontró la cajina y todos los huevos rotos y desparramados. Por lo visto, los huevos con la cáscara sucia y alguna que otra pluma pegada a ella no eran del agrado de los recién llegados. Los preferían inmaculados de supermercado. Ya lo decía ella: "Quien da pan a perro ajeno, pierde pan y pierde perro".

Si los antiguos levantaran la cabeza…

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