Opinión

Comercio local

Sobre la necesidad de apoyar a los establecimientos de nuestros pueblos

Estos días, tan cargados de bolsas, prisas y tarjetas de crédito, estamos viendo cómo los responsables del comercio local nos recuerdan que ellos también existen; que además de las compras por internet o de esas grandes superficies con sus aparcamientos amplios, sus tiendas clonadas y sus sonrisas de neón, ellos también están ahí, en nuestros pueblos, conociéndonos de toda la vida, llamándonos por nuestros nombres y sabiendo lo que nos gusta o no.

Hoy en día lo fácil es abrir el portátil, hacer clic y esperar a que el repartidor toque el timbre, o subirse al coche y recorrer esos kilómetros que te separan del laberinto impersonal de una gran superficie en la que puedes encontrar de todo. Y eso tiene un precio. Uno que no se paga en el momento, sino más tarde, cuando en tu calle los locales empiezan a bajar persianas y los carteles de "Se alquila" se multiplican como un virus, esos carteles con cada uno de los cuales el pueblo pierde algo de su alma, de su historia, de su esencia.

Comprar en el pueblo no es un acto nostálgico, es sentido común. El comercio local no solo vende productos; vende identidad, cercanía y vida. Es una inversión en el lugar donde vives. Es donde uno se encuentra con el vecino, donde el tendero te pregunta por la familia; es darle oxígeno al panadero que madruga cada día para que tengas el pan caliente, al librero que recomienda lecturas como si fueran recetas, al carnicero que conoce tu nombre y sabe cómo te gusta el corte de la carne, o al pescadero que te guarda ese pescado que compras todos los viernes.

Ojo, que no se trata de ir contra la tecnología ni de declarar la guerra a los centros comerciales, que evidentemente no se le pueden poner puertas a ese tipo de evolución; se trata de recordar que un pueblo sin tiendas es un pueblo sin vida, sin ese trajín de bolsas y saludos que convierte las mañanas en un ritual de encuentros, sin ese tejido de pequeñas economías que hace que el dinero se quede en casa y no se evapore en camiones de reparto rumbo a no se sabe dónde.

Y hablando ya expresamente de Pola, como si la cosa no estuviera ya complicada, entra en escena el carril bici. Ese noble concepto, con raíces en alguna asamblea de Bruselas o parecido, que consiste en cortar buena parte de la calzada para los ciclistas eliminando de un plumazo esos lugares antes destinados a aparcamientos, y que ha conseguido de un solo golpe hacer ya casi imposible lo que ya era un pequeño milagro: aparcar el coche cerca del centro urbano. Por cierto, eso de los aparcamientos disuasorios, ese invento que sólo parece entusiasmar a los urbanistas y que han sido colocados a un kilómetro del centro, claro que lo son, porque disuadir disuaden, sobre todo de venir a quien quiera acercarse a hacer alguna compra y tenga que cargar una bolsa de la compra o dos, o simplemente a dar una vuelta por el pueblo a charlar un poco con algún amigo o a tomar algo. Claro que disuaden.

Ese vecino que vive cerca pero tiene que acercarse en coche, si no encuentra un aparcamiento razonablemente disponible, se acaba marchando a la gran superficie, donde aparcan sin complicaciones y donde, después de comprar productos en masa a empresas lejanas, regresan a sus casas sin haber puesto un pie en nuestros comercios.

De todas formas, antes de hacer clic o coger el coche para perderte en un hipermercado, piensa en lo que tienes a la vuelta de la esquina. Mira al tendero de siempre y recuérdale que sigues confiando en él. Porque apoyar el comercio local no es solo un gesto económico, es un acto de resistencia. Una forma de decirle al pueblo que sigue vivo y que lo seguirá estando mientras no dejemos que se apague, porque un pueblo sin tiendas, sin mercados ni espacios que den pie a las relaciones, no es más que un lugar fantasma, un armazón vacío de lo que una vez fue un hogar de vida social.

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