Opinión
Muertes solitarias
Una nueva plaga de nuestra sociedad
Hace unos días un amigo me reenvió una noticia que mete miedo: solo en los últimos seis meses, más de veintiocho mil ancianos murieron solos en Japón. Allí, a eso de morirse solo y olvidado le han puesto un nombre y todo: lo llaman "kodokushi"; un nombre guapo, todo un detalle, para una muerte solitaria, fría, olvidada, burocrática. Y hay un dato aún más terrible: lo que tardan en encontrarlos.
Pues sí; se mueren solos. Se pudren en la oscuridad de un apartamento minúsculo, sin que nadie se moleste en notar su ausencia. No hay hijos que los busquen, vecinos que los extrañen, amigos que pregunten. Mueren y nadie lo sabe hasta que el mal olor delata el cadáver.
Y, como en todas partes, donde hay muerte, hay negocio: están surgiendo empresas especializadas en limpiar los restos de esas vidas desechadas. Una vez se detecta el cuerpo del anciano, llegan esos equipos de limpieza, enfundados en trajes blancos, guantes y mascarillas, para recoger lo que quedó. No solo los restos orgánicos, sino los últimos vestigios de una vida: fotos, diarios, cartas, pedazos de memoria que nadie reclamará. Porque si algo caracteriza a nuestro tiempo es la capacidad de ignorar al otro cuando ese otro deja de ser útil. Nos lo vendieron bien. Nos dijeron que el progreso consistía en vivir más, trabajar más, acumular más. Nos enseñaron a ser eficientes, productivos, autosuficientes. A no molestar. A no pedir ayuda. Y cuando llegamos al final del camino, cuando las piernas ya no responden y la memoria se deshace, la sociedad que estamos creando nos devuelve la lección con brutalidad: ya no eres útil, ya no importas. Quédate ahí hasta que desaparezcas.
Y desaparecen. Primero de la vida de sus hijos, que hace años dejaron de llamar. Después de sus vecinos, que apenas los veían. Luego del mundo, sin aspavientos ni dramas. Solo el olor delata que alguna vez existieron. Lo terrible es que Japón no es una excepción. Es solo el laboratorio. La antesala de lo que viene para todos. La muerte solitaria se extiende como una plaga en el mundo desarrollado, donde el individualismo y la desconexión han convertido la vejez en un estorbo que se maneja a distancia. Cuando rompemos el vínculo con la base de nuestra existencia, la familia primero y la sociedad después, la soledad se convierte en norma y la compasión en un lujo innecesario.
Y, al final, lo que queda es el vacío. Apartamentos llenos de basura, cartas sin destinatario, recuerdos que nadie querrá. Una muerte sin nombre, sin lágrimas, sin historia. Y un tipo con un traje blanco que entra con una escoba y una mascarilla, para asegurarse de que nada de eso nos moleste demasiado a los que todavía somos útiles.
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