Opinión

Ricardo Junquera

Carta a Silvino Álvarez Cabeza, un paisano

En la despedida a una buena persona, a un hombre de verdad

Querido Silvino:

Mira que he escrito cartas en mi vida. Pero ninguna como esta. Porque esta no se escribe con las manos ni con la cabeza. Esta sale de dentro, Silvino. No hay otra forma en que, conociéndote, se pueda hablar de ti.

Porque tú, que naciste con poco más que las ganas y el coraje, supiste levantar una vida desde la tierra, como quien sabe empezar una casa desde los cimientos, sin más herramienta que el esfuerzo y la decencia. Viniste de abajo y nunca renegaste de ello. Al contrario. Lo llevabas como quien lleva el apellido bueno, con el orgullo sereno de quien sabe que lo suyo no se lo regaló nadie.

Te hiciste a ti mismo, ladrillo a ladrillo. Primero como azulejista y albañil, y luego levantando lo que acabaría siendo una gran empresa, sin alharacas, sin medallas ni discursos, pero con los pies de plomo y la mirada honrada. Nunca te vi correr más que para ayudar a otro. Nunca te vi mirar a nadie por encima del hombro ni siquiera cuando pudiste hacerlo. Porque seguiste siendo siempre el mismo Silvino, el que tendía la mano antes que el gesto, el que tenía una palabra amable incluso en los días en que a la vida le daba por golpear fuerte, como solo ella sabe golpear.

Y tú, que supiste recibir esos golpes sin hacer ruido, también supiste hacer fácil la vida de los que tuvimos la suerte de rodearte. Porque eso fuiste tú, Silvino: una suerte. Una de esas presencias discretas y limpias, que no hacen sombra pero dan luz. No recuerdo, en más de treinta años largos, una mala palabra, un gesto torcido, una promesa incumplida. Tampoco que nadie haya dicho ni media mala palabra de ti. Solo, y siempre, que eras un paisano. Y eso hoy en día, querido Silvino, es un auténtico milagro. Lo tuyo valía más que un contrato: un apretón de manos bastaba. Y bastaba, porque nadie dudaba de ti.

En los años de la crisis, cuando tantos se escondieron detrás de excusas y balances, tú seguiste ahí, como siempre: pagando, cumpliendo, aguantando el temporal sin soltar el timón. Y no porque no doliera, no porque no costara, sino porque tú no sabías hacerlo de otra manera. Porque siempre fuiste un paisano de los de verdad, de los que ya no van quedando, de los que estáis hechos de una sola pieza, de los que uno puede fiarse con los ojos cerrados porque nunca vais a fallar.

Ahora la empresa que levantaste con tanto esfuerzo y tanta nobleza sigue su camino, y aunque ya no estés en el andamio ni en la oficina, tu forma de hacer, de ser, también seguirá ahí. En los cimientos y en las paredes, en cada obra bien hecha, en cada trato justo. Porque el buen hacer, como el buen recuerdo, no se borra.

Silvino, vete tranquilo. Tu legado y tu recuerdo quedarán ya siempre entre nosotros, a quienes solo nos queda ponernos de pie y en silencio para despedirte, como solo se puede despedir a una buena persona, a un hombre de verdad.

Con todo mi cariño y mi admiración, querido Silvino, un abrazo fuerte.

Ah, y no te preocupes, en la próxima partida que juguemos contra los Monchus iré más entrenado; te lo prometo.

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