Opinión

Ricardo Junquera

Carta a León XIV

Querido Papa o Santo Padre o Santidad, que no sé bien cuál es la forma más correcta de dirigirse al Sumo Pontífice, carezco de experiencia en ello:

Le escribo estas líneas desde este rincón de la vieja Europa que usted, con la mejor intención del mundo, que suele ser la que más disgustos da, pretende evangelizar. No se me asuste por el verbo. Aquí ya no queda mucho que evangelizar, porque hace tiempo que nos hicimos devotos de otros dioses más cómodos: el confort, el miedo, el dinero y el cinismo. Y esos no entienden de sacramentos ni de misericordias. Solo entienden de uno mismo.

Usted, Santidad, viene del sur. Del barro. De curar con lo que se tiene. De enseñar a los críos a sobrevivir antes que enseñarles a rezar. Un Papa que no ha olido a incienso, sino a miseria de verdad, esa que araña los pulmones, la de las moscas en la frente y las tripas vacías. Y ahora le toca lidiar también con nosotros, europeos de mesa puesta, calefacción central y alma entumecida. Le compadezco, de verdad. Esto es peor que cualquier misión en la selva. Al menos allí uno sabe contra qué lucha. Aquí no. Aquí las guerras son de sofá y las causas se defienden con mensajes en el móvil.

Entiéndalo, Santo Padre. Nosotros hace mucho que dejamos de mirar al sur. La vieja Europa, con sus edificios históricos, sus planes de pensiones y sus congresos sobre derechos humanos, ha levantado un muro que separa a los que tienen de los que no tienen. Un muro hecho de cómodas leyes de extranjería y de discursos grandilocuentes sobre la cooperación al desarrollo. Pero nos olvidamos de que todos los muros, antes o después, acaban cayendo. Sí. Que se lo pregunten a Roma.

Con nosotros lo va a tener difícil, Santidad. Muy difícil. Usted viene con el Evangelio de los pobres. Nosotros respondemos con el catecismo de la indiferencia. Usted habla de puentes. Nosotros de muros. Usted habla de dignidad. Nosotros de producto interior bruto. Aquí los únicos templos que se construyen ahora son los del consumo, los altares son los del bienestar, y el único dios al que rendimos culto es el del culto a uno mismo, porque también es el único que no exige esfuerzos hacia los demás.

Pero, pese a todo, por favor, inténtelo, intente explicarnos a estos europeos trasnochados y atiborrados de pastillas para la ansiedad que el mundo ya no es solo nuestro, que en el sur no solo hay hambre, que también hay esperanza. Y sí, que también hay rabia. Y que la rabia, cuando madura, no pide permiso. Intente explicarnos, aunque solo sea por nuestro bien, que en este mundo global ya no hay fronteras que puedan aguantar mucho más tiempo la presión de la desigualdad.

Santidad, quizá nuestro mundo no necesite ningún Papa misionero. O porque no seamos creyentes, o porque creamos en otra Iglesia, o porque los que aún creemos en la suya no queramos una Iglesia que nos incomode. Quizá simplemente necesitemos alguien que nos recuerde que ninguno de nosotros es superior a nadie. Y yo, lo siento, no le deseo suerte: le deseo coraje. Todo el del mundo. Creo que lo va a necesitar.

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