Opinión

Morir en la orilla

A las víctimas del cayuco de El Hierro

No sabías bien a qué venías; no tenías aún edad para saberlo. Solo sabías que un día tu madre te cogió de la mano, te sacó de casa con todas vuestras cosas en un hatillo, y te dijo algo así como que vamos a conocer un mundo nuevo, donde puedas tener la vida y las oportunidades que aquí el destino nos cierra. Pero no, tu destino era otro; era morir en la orilla de los sueños.

Cinco años tenías, y un nombre que nadie pronunciará ya en voz alta. Te embarcaron en Mauritania, en un cayuco con más de ciento cincuenta personas, casi treinta de ellas niños, rumbo a Canarias. Cinco días de mar, de sol que abrasa, de agua que escasea, de miedo que no entiendes. Y al final, la tierra prometida: El Hierro, La Restinga, el muelle. Apenas cinco metros separaban la barca de la salvación. Y entonces, el vuelco. El pánico. El agua. Y tú, sin saber nadar, sin saber por qué, sin saber nada.

Te ahogaste a la vista de todos, mientras las cámaras grababan, mientras los adultos gritaban, mientras el mundo miraba. Mientras los brazos desesperados de tu madre intentaban encontrar algo de ti, algo de lo que poder agarrarte antes de que te hundieras. Y ahora ya solo eres una más en la estadística, una más en el conteo de muertos, una más en el olvido.

Pero no deberías serlo. Deberías ser la niña que jugaba en la arena, la que aprendía a leer, la que soñaba con ser doctora o maestra. Deberías estar viva.

Y sin embargo, te fuiste. Te fuiste sin comprender por qué el mundo es así, por qué unos tienen tanto y otros tan poco, por qué tantos pagáis la esperanza con la vida.

Descansa en paz, pequeña. Que tu muerte no sea en vano. Que tu historia nos despierte. Que tu nombre, aunque no lo sepamos, resuene en nuestras conciencias.

Porque nadie debería morir en la orilla.

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