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Opinión

Ricardo Junquera

El carro de Faetón

O las consecuencias de las arrogancias

Hace unos días me tocó volver a verlo: un chaval que había cogido la empresa que levantó su abuelo y dejó en alto su padre, ahora la acababa de dejar en ruinas el buen mozo. Y el tío tan contento, como si la cosa no fuera con él. Y no, no es una excepción, al revés. A mi ya me ha tocado ver bastantes de estos. Y cada vez que veo algo así, me acuerdo de Faetón, ese personaje de la mitología griega. Y es que dicen que está todo escrito.

Para los que no lo tengáis fresco, ahí va: Faetón era hijo del dios Helios, el que guiaba el carro del Sol. El muchacho, que debía de ser un pelín imprudente, decidió que podía conducir ese carro, el de su padre, él solito. No tenía ninguna experiencia, ninguna preparación, pero sí mucha arrogancia. Y claro, pasó lo que tenía que pasar: los caballos se desbocaron, acercó tanto el sol a la Tierra que esta comenzó a arder -dice la mitología que ese fue el origen de los desiertos africanos- los dioses echándose las manos a la cabeza y, al final, Faetón fulminado por un rayo para que la cosa no fuese a más. Una metáfora de manual de lo que ocurre cuando alguien se sube demasiado pronto al volante de lo que no entiende ni respeta.

Y es que cada vez que uno recuerda esa historia, le parece estar viendo el telediario de la vida misma. Sí, vivimos rodeados de Faetones. Están en todas partes: no solo en ese nieto del empresario que heredó un taller convertido en fábrica y lo arruinó sin pestañear; también en el ejecutivo brillante con siete máster en su currículum que cree que los números excel sustituyen a la experiencia y acaba dejando la empresa hecha un solar; o en esos dirigentes de lo público que recibieron instituciones sólidas y entre ocurrencias y amiguismos las llevaron a la quiebra… Sí, seguro que todos conocemos a unos cuantos de esos Faetones modernos, de esas personas capaces de volatilizar en un fin de semana lo que a otros les costó toda una vida levantar.

Y ojo, que en política no andamos escasos. En otros tiempos, había políticos con oficio, con vida más allá del cargo. Profesionales que no habían ido allí a vivir de la política y que podían volver a su trabajo si la cosa salía mal o ellos se cansaban de ese mundo. Hoy mayormente lo que tenemos son aprendices de brujo, criaturas de partido que no han firmado otra nómina que la pública. Su experiencia laboral se resume en calentar la silla de juventudes, y, claro, cuando les toca manejar el carro de lo común, los caballos se desbocan y los que acabamos abrasados somos nosotros, los que vivimos en el suelo.

Faetón, al menos, recibió un rayo por su osadía. Estos de ahora, como mucho, se llevan un par de memes en redes sociales y el aplauso de los suyos respectivos. Mi abuelo decía que la soberbia mata más que la maldad. Y tenía razón. Porque si algo enseñan los Faetones, antiguos o modernos, es que las herencias mal llevadas, sean empresas, instituciones o países, acaban siempre chamuscadas.

Pero bueno, ya se sabe: aquí seguimos, soportando el calor, recogiendo cenizas y mirando al cielo por si queda por ahí algún dios con ganas de lanzar uno de esos rayos como el que bajó del carro a Faetón. Sí, es lo que hay.

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