Vivir cansa. Por eso los hogares del pensionista agasajan a sus socios mayores. Porque, a partir de cierta edad, estar en pie ya es un mérito, con cachava o sin ella. Además, ahora la vejez tiene otro mérito añadido: los viejos son muchos, cada vez más. Miles y miles de consumidores y votantes potenciales. Así las cosas, todo el mundo les presta atención.

Pero algo no cuadra. Y es que, aunque se les haga mucho la rosca, hay por debajo un claro deseo de esconder los males de la edad. Empezando por los eufemismos: ni viejos ni ancianos, son mayores (¿mayores que quién?).

Y lo de «estás hecho un chaval», cuando de chaval, nada, que tiene noventa años. Que vaya a hacer la prueba al equipo cadete de Mareo, a ver qué le dicen.

Son ancianos, son viejos, no pasa nada. Han vivido la infancia, la juventud y la madurez, y ahora están en la última etapa.

Recuerdo que Cela se ofendía mucho con esa costumbre de los ancianos de ponerse un chándal y viajar rumbo a Benidorm. Él defendía la actividad, la vejez creativa. No se daba cuenta de que aquello no era cuestión de edad. Hoy son legión los jóvenes que van a los destinos turísticos movidos por el mismo interés: bañarse en el mar, bailar y, si se tercia, pillar (aunque no por ese orden). Lo que ocurre es que, como son viejos, nos tomamos sus aspiraciones un poco a cachondeo. Siempre se habla de que también tienen derecho a divertirse o a encontrar el amor, y ese «también» que añadimos casi inconscientemente es un signo inequívoco de que los vemos distintos a nosotros. La vejez es una etapa, nada más. Para lo bueno y para lo malo. Porque tampoco es muy correcta esa opinión idealista que existe sobre la edad, como si acumular años fuera a hacer más virtuosas a las personas. Lo normal es que, con el paso del tiempo, los defectos y las virtudes se agranden. O sea, que una buena persona será mejor con los años, y un capullo se convertirá en alguien infinitamente peor: un capullo con achaques.