Fue Rosendo Meana Gayol un carpintero nacido en la aldea de Muñó en el año 1902, descendiente de una familia que procedía del pueblo de Baldornón, y que de chavalín aprendió el oficio en un taller de un barrio de Gijón. Comenzaría a trabajar por su cuenta en Vega de Poja, casándose también allí, con una rapaza de Samartino, y pocos años más tarde se instalaría en El Berrón, dedicándose a reconstruir muebles caseros. Un día le encargaron con toda urgencia un «caxón pa un muertu» y sin pensarlo dos veces cumplió su palabra, después de trabajar con mucha prisa, sin parar toda la noche y durante la mañana siguiente, ya que el entierro era por la tarde.

En el año 1930 llegaría a la Pola y en una casa del barrio de Les Campes fundaría la primera funeraria del concejo de Siero. Allí, con la ayuda familiar, se iban construyendo las cajas para los difuntos, se forraban con paño y se pintaban a brocha, y se retocan en la antojana cara al público; casi siempre se hacían por encargo. Así comenzaría a funcionar la funeraria de Meana, precisamente cuando sólo hacía algún ataúd un carpintero de Valdesoto y otro de Collao.

Es Rogelio, el único hijo que sigue con el negocio, quien nos cuenta algunas situaciones y anécdotas de aquellos tiempos lejanos:

-Recuerdo, que siendo yo un chaval, llevamos en un carro un ataúd por la noche a una aldea bastante distante y atravesando malos caminos, cuando llegamos, nos encontramos que estaba toda la familia en la cuadra y una vaca pariendo, teniendo que ayudar mi padre y yo a que naciera el xatín.

También me tocó muchas veces llegar a un pueblo y para colocar la caja en la casa del difunto tener antes que desarmar la cama de una habitación, para hacer sitio e instalar allí el velatorio.

Antiguamente lo que más llamaba la atención era la gran cantidad de cajas blancas para niños que hacía y almacenaba mi padre. Entonces la mortalidad infantil en nuestro país era terrible.

-¿Cómo fueron los entierros de nuestros antepasados?

-Las costumbres eran muy distintas y muy arraigadas. Ya había quedado atrás y muy lejos lo de las plañideras, las mujeres que se contrataban hasta el siglo XIX para ir llorando detrás de los muertos hasta los cementerios. Permanecían otras muy curiosas que poco a poco van desapareciendo.

Se solían hacer los entierros por las mañanas después de pasar las noches los familiares y vecinos velando al muerto, comiendo y bebiendo excesivamente en la casa familiar. Después se acostumbraba a celebrar la comida del mediodía en el domicilio del difunto, y el chigre del lugar o en los más próximos se cocinaba en los días de los entierros la fabada y el adobu.

En los tiempos pasados, que no fueron los mejores, no existían en estos concejos ni tanatorios ni carrozas fúnebres. Los cadáveres se llevaban a hombros largas distancias y obligatoriamente por los caminos reales; delante, abriendo la comitiva, iba el sacristán con la cruz y los monaguillos con los ciriales y según fuese la categoría de los entierros eran acompañados por más o menos sacerdotes (siempre se dijo que había entierros de primera, segunda y tercera). Los más tristes eran los de los indigentes y mendigos.

La funeraria de Rosendo Meana, allá por el año 1955, adquiere en Madrid un coche de subasta, un «Gran Paige», que es reformado en un taller de carros de Adolfo, en El Berrón. Era la única carroza motorizada que existía en el concejo de Siero; tenía tres velocidades y fue necesario adaptarle una reductora para poder ir al paso de la gente. Una auténtica maravilla; hoy sería una pieza de museo.

Después llegaría otro coche, un Cadillac americano de cambio automático y que se convirtió en carroza fúnebre en Carrocerías Ferqui de Noreña.

Con las normas modernas fueron desapareciendo las despedidas del duelo y los rezos de los responsos en los lugares acostumbrados (en la capital del concejo era en el Puntucu donde la gente despedía al duelo y al cadáver, que continuaba hacia el cementerio acompañado solamente de los familiares y de los amigos más allegados). Ahora tampoco se usan los brazaletes negros en las prendas de vestir y las corbatas de ese color tampoco son frecuentes, excepto en los actos fúnebres.

Cuando escribimos de esta primera funeraria de Siero también tenemos que señalar que es en la última, según cuenta Rogelio Meana, el sucesor, que «aún se tapizan a mano con seda y paño algunos ataúdes; son auténticas obras de arte que yo hago en los ratos libres y por encargo de determinadas personas que las quieren así. Cuando deje de tapizar a mano estos modelos se acabarán; ahora ya viene todo hecho y rematado de las fábricas».

Y volviendo a aquel Rosendo Meana Gayol, al que frecuentaba las tertulias sidreras del Pumarín y las cafeteras de El Rasán, diremos que falleció en la Pola a los 82 años, concretamente en el 1984. Era una persona de comprensión fuerte y de baja estatura. Siempre muy tranquilo y muy hablante. Fue un carpintero que se especializó en construir cajas para los muertos, y con toda normalidad, así se ganó el pan de cada día, precisamente con los encargos que le hacían los vivos.