2 Luis M. Alonso

La mañana en que, entre vítores, cláxones y sirenas, el convoy de 21 vagones cargado de guajiros machete en ristre entró en el andén de la terminal de ferrocarriles de la calle Zulueta, de La Habana, el primer presidente de la República de Cuba tras la Revolución, el magistrado Manuel Urrutia Lleó, se encontraba ya disfrazado de lechero buscando asilo en la Embajada de Venezuela. Dos días antes, el 17 de julio de aquel caluroso verano de 1959, Fidel Castro le había acusado públicamente de alta traición y de comprarse una casa por cuarenta mil dólares. Urrutia presentó la dimisión consciente de que tenía la partida perdida. Se había atrevido a denunciar la infiltración comunista en la nueva República y a pedir elecciones libres en un canal de televisión, donde dijo también que Castro quería llevar a Cuba a una dictadura tan absurda como la que acababa de derribar. Este tipo de cosas se paga, y Urrutia, un demócrata convencido, se convirtió en la primera víctima de una de las dictaduras más longevas del planeta. Luego vendrían Huber Matos y Camilo Cienfuegos, dos de los hombres que acompañaron al Comandante en la Sierra Maestra.

Hoy, 26 de julio, la fecha histórica en que el régimen cubano conmemora el asalto al cuartel Moncada, se cumplen cincuenta años del día en que Fidel Castro, después de una estudiada maniobra teatral que le llevó a renunciar y acto seguido a retornar al cargo de primer ministro, recibió el baño de multitudes del más de medio millón de campesinos que había acudido a La Habana en apoyo de la reforma agraria. A partir de ese momento se inició definitivamente un viaje sin retorno de la isla hacia el comunismo.

Pero vayamos al principio. Castro se encontraba en 1959 definiendo lo que se había propuesto llevar a cabo en lo sucesivo y, lo mismo que necesitaba adhesiones inquebrantables, la existencia de enemigos con quien medirse ante el pueblo era indispensable para lograr sus fines. Vender la idea del totalitarismo desde un principio, cuando el grito frente a Fulgencio Batista era el de libertad, resultaba todavía en aquel momento una tarea difícil. Manuel Urrutia era un juez que había participado en las luchas contra las dictaduras de Gerardo Machado y del propio Batista. En 1957, siendo magistrado de Oriente y durante el mandato de éste último, absolvió a 150 personas acusadas de promover acciones antigubernamentales, por considerar que actuaban constitucionalmente al enfrentarse a un Gobierno ilegal.

Con el triunfo de la Revolución, Castro pensó en seguida en Urrutia como el hombre idóneo para presentar una fachada moderada y demócrata de la nueva República. En los ámbitos de la Presidencia y del Gobierno, que encabezaba el propio Castro, había personas con el perfil del juez, ilusionadas con la apertura tras la caída de Batista. Pero la ilusión en seguida se vino abajo cuando se empezaron a percibir las auténticas intenciones del Comandante y de su gabinete en la sombra, decididos a aplicar un programa de «justicia social», que consistía en quitarles las tierras a sus dueños, algunos de ellos modestos campesinos; establecer granjas colectivas controladas por el Estado; organizar la población en milicias; intervenir todas las empresas, incluidos los puestos de perritos calientes, y acabar con la prensa libre. No hace falta decir que las elecciones democráticas estaban fuera del programa.

Urrutia, al igual que otros, advertía al pueblo cubano de que él no había combatido una tiranía para someterse a otra. Pero el poder de las instituciones no tenía el mismo grado de influencia sobre la población que el Consejo revolucionario y mucho menos su capacidad de movilización. Así que, mientras cientos de ciudadanos convocados por Fidel Castro se manifestaban delante del palacio presidencial pidiendo la dimisión de Urrutia, el Comandante hacía, a su vez, pública la suya y se dirigía a los cubanos por televisión para comunicarles que el presidente provisional había traicionado la Revolución, poniendo obstáculos para promulgar y ejecutar las leyes revolucionarias y que, además, se negaba a reconocer el derecho de asilo de las embajadas latinoamericanas acreditadas en La Habana, lo que, a su juicio, podía convertirse en un pretexto del imperialismo para intervenir militarmente en la isla.

Lo curioso del caso es que el presidente de la República ya ha había anunciado con antelación su propósito de dimitir debido a las discrepancias con el Consejo de Ministros del Gobierno revolucionario y fue el propio Castro quien le convenció de que se mantuviese en el cargo para buscar él el momento propicio. Ese momento lo fue preparando convenientemente en los días previos a la fecha histórica del 26 de julio, para hacer coincidir el cambio de rumbo de la isla con el sexto aniversario del asalto al Moncada. Al día siguiente de las dimisiones -Fidel Castro se había encargado de llevar directamente la noticia de la suya al diario «Revolución», que entonces dirigía el futuro disidente Carlos Franqui-, otro periódico, «El Mundo», informaba del nombramiento para la Presidencia de Osvaldo Dorticós, que, alcoholizado, acabaría suicidándose en 1983. Fue el mismo Dorticós quien el día 26, ante una marea humana y cientos de carteles pidiendo el regreso de Fidel, anunció que el Comandante volvería al cargo de primer ministro para cumplir el mandato del pueblo. Castro recalcó: «Nunca, como en estos instantes, nos hemos sentido más orgullosos de ser cubanos». Un periodista norteamericano, citado por la revista «Bohemia», comentó acerca del Comandante: «Él destruyó no solamente una dictadura brutal y corrupta, sino toda una forma de vida en Cuba, toda una estructura social, económica y política». No le faltaba razón, como el tiempo se ha encargado de demostrar fehacientemente.