«¿Qué hacéis vosotros aquí, asturianos pillastres?». Así recibió Javier Bueno, emocionado y con su garrote en alto a los dos compañeros periodistas que bajaron a visitarle a la segunda galería de la cárcel de Porlier. Uno de ellos era Juan Manuel Vega Pico. El otro era mi abuelo, Juan Antonio Cabezas, cuyas letras tomo prestadas para escribir estas líneas. Habían sabido que allí estaba Javier, su compañero, su amigo, encarcelado como ellos en aquel septiembre de 1939 y esperando a ser llamado «a jueces». Le encontraron dando clase de Gramática a un grupo de jóvenes presos. «Llegáis a tiempo para despedirme», les dijo sereno, y tras algunas bromas macabras resumió: «Lo mío no tiene remedio, no creo que tarden mucho en deliberar». Una semana después sería fusilado.

Ese improvisado profesor recluso que tenía la facultad de hacer amenas hasta las desinencias de los verbos irregulares, era el hombre que había dirigido el diario «Avance», motor ideológico de la Revolución asturiana del 34. Hablaba correctamente cuatro idiomas, entre ellos, el latín. Era el hombre que jamás usó corbata, ni abrigo, ni sombrero. El que, autodidacta, dominaba las matemáticas y adoraba la gramática y la historia. El hombre que siempre bromeaba en la redacción con sus compañeros, autor de aquellos incendiarios editoriales, plagados de quevedesco ingenio que levantaban ronchas en la piel. Editoriales que un día de 1934 un militar le hizo tragar literalmente. Bueno, tras masticarlos lentamente uno a uno y engullirlos, exclamó con el sutil ingenio que le caracterizaba: «Nunca había pensado que mis editoriales tuvieran tanta sustancia». Así recuerda Cabezas a su Javier Bueno en el libro «Asturias, catorce meses de guerra civil».

No se habían vuelto a ver en dos años. Con la caída del frente asturiano se despidieron en el puerto de Gijón el 20 de octubre de 1937 partiendo cada uno en barcos distintos. Les parecía que era Gijón el gran barco que se hundía y que los suyos eran los de salvamento. Zarpaban con el mismo destino pero con distinto resultado: el barco de Cabezas fue capturado pronto en alta mar y para él comenzaron meses de terror en las cárceles y campos de concentración. Bueno llegó a Francia para luego regresar a Madrid, donde de nuevo, definitivamente, fue apresado cuando cayó la capital. Había dirigido el periódico socialista «Avance» en sus etapas ovetense y gijonesa desde 1933. Cabezas había sido redactor de «Avance» con Javier hasta ese 20 de octubre de 1937. Amigos, compañeros de profesión y unidos por las ideas que los llevaron a la tragedia como a tantos otros, dos años después de aquella incierta separación ambos están ahora en la cárcel de Porlier.

Sobre Cabezas pesa una condena a muerte -«la Pepa»- desde hace un año. A Bueno le quedaban pocos días de vida. Ambos habían contribuido a la Revolución con sus plumas. Javier había sido, en palabras del historiador David Ruiz, «la antorcha de la Revolución de Octubre». En este septiembre de 1939 era tiempo de «pagar caras las culpas». Y culpas les sobraban: Javier había aporreado las teclas de su máquina de escribir muchas noches defendiendo sus ideales marxistas y siendo la voz de la minería asturiana, aunque siempre con una actitud crítica para con los excesos de su propia retaguardia. Cabezas había redactado decenas de crónicas desde los frentes asturianos: «Era nuestra obligación profesional. El periódico también era un frente tipográfico. ¡Cuánta habilidad periodística era necesaria para sostener una desilusionada retaguardia! ¡Meses hilvanando optimismos y esperanzas sobre cuartillas! Había que seguir escribiendo para sostener la moral de la población civil. Había que convertir las derrotas del frente en victorias tipográficas».

Y Javier Bueno conocía bien ambos frentes, el tipográfico, que usaba para denunciar «el proselitismo en las trincheras, la indisciplina y cualquier acto de destrucción indiscriminado», como explica la profesora Mirta Núñez. Y también el frente de verdad, el de la sangre, en el que recibió el tiro en el tobillo que lo dejó cojo. El frente al que se lanzó sin dudarlo en julio del 36 cuando puso la funda a su máquina de escribir, sacó un fusil de la habitación de los teletipos y salió de la redacción ovetense de «Avance» exclamando: «No habrá más periódico. Ya no valen las palabras. Contra los traidores sólo deben hablar los fusiles». Cabezas lo vio alejarse por la calle Santa Susana, bordeando el campo de San Francisco con el fusil al hombro.

Ése de las trincheras era el mismo que en octubre del 37 tuvo la oportunidad de escapar en un submarino con el Gobierno pero se negó a marchar sin sus redactores y se quedó con ellos. El mismo que, habiendo conseguido escapar a Francia, regresa al caos de la guerra española para retomar su actividad profesional. El periodista de larga trayectoria, redactor de «El Sol» ya en 1919. El que se encargó luego en Madrid de la dirección del socialista «Claridad» hasta su detención. El héroe popular llevado a hombros por las calles de la capital tras la victoria del Frente Popular y la amnistía en febrero de 1936. Es el Javier honesto, independiente, valeroso, el del humor fresco e irónico, el del temple de acero.

El mismo Javier Bueno que dejó al capellán de Porlier, al hombre que compartió sus últimas horas, «maravillado de su cultura, de su noble estoicismo y del respeto por las ideas y creencias que no compartía». Era el Javier que Cabezas vio salir por el patio de la cárcel, rodeado de guardias «sin una palabra de más, sin un gesto, cojeando y casi sonriente». Recuerda Cabezas que Bueno solía decir que los gritos, los «vivas» y los «mueras» no eran otra cosa que manifestaciones histéricas del miedo. Que, como todo era ya inútil, lo mejor era callar. Fue fusilado el 27 de septiembre de 1939 y enterrado en una fosa común del Cementerio del Este. Tenía 48 años.

«Quizá no me volváis a ver», dijo al despedirse de sus amigos pocos días antes, levantando de nuevo su garrote. Era su gesto para quitar a la escena el patetismo, al que era tan contrario. Finalmente agregó: «Buena suerte, pillastres». Y metiéndose el garrote bajo el brazo les tendió su mano. «Nos volvimos para que no viese nuestras lágrimas», recuerda Cabezas.

Pero en Asturias aún repiquetean las teclas de su máquina de escribir. De las noches en que el madrileño Javier escribía a oscuras los feroces editoriales que al día siguiente verían la luz mientras las balas silbaban en las trincheras.