2 Luis M. Alonso

Ferran Adrià ha anunciado dos años sabáticos en los que, para inspirarse, sólo dará de comer a las musas. Los más entusiastas del maestro de Roses han calificado el cierre de El Bulli como la idea propia de un genio. Otros cocineros han elogiado el gesto por su generosidad. Algún cursi, ¡mamma mia!, ha escrito que la cocina española es lo suficientemente fuerte para poder permitirse el retiro provisional de la estrella que ilumina sus fogones. Y hay quienes sostienen que Adrià nos ha hecho tan felices que él mismo merece un pedazo de felicidad, al tomarse un descanso y dejar de servir comida. «En el formato actual» -ha dicho refiriéndose a su restaurante- «me es imposible seguir creando». Este mundo disparatado ha hecho una cocina a medida de la alta costura en la que cocinar ha llegado a ser para algunos cocineros una pérdida de tiempo. Lo importante, no lo olviden, es la creación.

Los creadores de la gran cocina, lo mismo que ocurre con los de la alta costura, guardan distancia sobre el hecho vital de comer. Su objetivo, al igual que sucede en las pasarelas de la moda, es la pieza única e inclasificable. Una langosta, un salmonete o un solomillo dejan de ser el producto apetecido por el comensal para convertirse en la obra de arte del hombre que ha sido capaz de transformarlo en algo absolutamente prodigioso, a veces en una experiencia mística.

El biólogo Miguel Sen recopiló desopilantes casos de adulación en un divertido libro sobre los excesos que convierten el hecho cotidiano de comer en algo celestial, refiriéndose, por ejemplo, a la famosa deconstrucción en la cocina: «Dios debería crear más seres vivos para que Ferran Adrià pudiera cocinarlos, ampliando su registro», dijo uno de sus fervientes admiradores. O esta otra descripción de un crítico gastronómico que explica uno de los platos de la carta de El Bulli: «Dentro de la boca el salmonete se transforma en un animal vivo que cruje y libera aromas de carne suave y delicada, asada con mimo en una barbacoa junto a la orilla del mar, al final de un día feliz». A la inventiva de Adrià, sin ir más lejos, se debe que el humo sea comestible o que para preparar la famosa ostra Guggenheim de Quique Dacosta haya antes que echar a perder docena y media de sus hermanas y dos kilos de percebes para hacer un caldo, que se compone, además, de berberechos, ajos, chalota y aloe vera. Sí, aloe vera.

La farfolla que acompaña al hecho de comer no desmerece de la absurda complejidad de algunas de las obras maestras de la culinaria. Jean-François Revel, historiador, periodista y gran gastrónomo, escribió de ello con su claridad característica: «La cocina se ha presentado siempre enmascarada con una terminología retórica y ornamental donde la falta de rigor en la denominación, composición y confección de los platos es una de las principales causas del denso misterio que envuelve la gastronomía del pasado y anuncia a menudo las decepciones del presente».

El caso es que El Bulli cierra durante dos años y el anuncio de ese cierre ha acaparado, a escala, la misma atención que el terremoto de Haití. La cosa resulta el doble de llamativa si tenemos en cuenta que toda esta expectación responde a un restaurante que sólo está abierto la mitad del año, mayormente para las cenas, y comer en él resulta más complicado que conseguir una audiencia en la Zarzuela. El restaurante difunde a través de su web que, dada la demanda, le es imposible atender más clientes en lo que queda de año. Como suele ser habitual, no dispone de información sobre lo que va a pasar en 2011, ya que la costumbre es empezar a registrar las reservas desde el instante en que la última campanada da paso al año siguiente. La carrera para reservar empieza a partir de las uvas y no son pocos los que en ese momento se lanzan a la aventura de conseguir una mesa en el mejor restaurante del mundo. En 2012 y 2013, la posibilidad de comer allí es nula.

Hubo un tiempo, no demasiado lejano y no me refiero al pasado con Jean-Louis Neichel o Jean-Paul Vinay, sino a la segunda mitad de la década de los noventa, en que uno podía acercarse a El Bulli de Ferran Adrià y Juli Soler a comer, desde la vecina cala Montjoi sin tener que reservar. Y lo hacía en alpargatas y con los pies todavía rebozados de arena para ahorrarse la incomodidad del viaje nocturno desde Roses por una sinuosa carretera llena de baches. Cuando el empleado de sala le recomendaba al perplejo comensal la oportunidad de hacer el trayecto en barco por mar después de que éste tuviese la ocurrencia de recordarle el estado deplorable de la carretera.

-La gente viene en barco.

-Hombre, pues de eso se avisa.

A continuación venían unas risas por el ridículo de la situación y unos hatillos de espardeñas riquísimos. Adrià experimentaba entonces su sinfonía mediterránea de sabores.

Ahora, con dos años de crisis por delante, el cocinero más universal de los últimos tiempos alimentará el sueño zen de dar de comer a uno o a mil. No se sabe, depende. El futuro pertenece a la mística japonesa del «kaiseki». Cuando vuelva Adrià no será el mismo, ha dicho, y tampoco El Bulli. Vaya usted a saber lo que será de todo esto.