Julio González-Pola (Madrid, 1916) era un juerguista empedernido. También un tipo con estrella, de los que nacen con un encanto especial para las relaciones personales. Dicen los que le conocieron que nunca dejaba una barra sin pagar toda la cuenta. Todavía no había alcanzado la treintena y en Madrid era asiduo del Chicote. Si en los tardíos cuarenta y en los cincuenta uno era alguien en la capital o pretendía serlo, la hoja de ruta marcaba la obligación de dejarse ver por allí. Cómo no, Ava Gardner figura en la lista de ilustres del lugar durante sus escapadas españolas. En el Chicote mandaba Perico Chicote, un barman de los de antes, chaquetilla permanente, el usted siempre en la boca y la discreción por bandera. Se había formado en el Ritz antes de emprender la aventura en Gran Vía. Cuenta José Cabanech en la revista «Calibán», que una noche, durante el rodaje de «55 días en Pekín», Ava Gardner abandonó su mesa a una hora más o menos prudente y dejó allí a Charlton Heston y a Samuel Bronston. La hacían ya en su hotel, cuando la encontraron, al alba, toreando los primeros coches de la mañana con su abrigo. Hasta los diplomáticos estadounidenses llegados a Madrid por gracia del «Plan Marshall» se citaron y fotografiaron en el Chicote.

En estos ambientes se movía Julio González-Pola, un joven apuesto, elegante, de los de pañuelo en la solapa y gafas oscuras, siempre dispuesto a regalar un cumplido. No se le conocía más actividad que su gusto por la fotografía y una inusitada afición a los coches. Cuando lo raro era tener uno para moverse por Madrid, él sólo pensaba en hacer carreras con ellos.

Frecuentar los círculos más selectos e influyentes de la capital le fue de gran utilidad años más tarde, cuando hubo de recurrir a sus amistades para salir de la cárcel de Yeserías, adonde fue a parar después de un desgraciado accidente. Con su coche atropelló y mató a un ciclista. Luego tuvo que dirigir sus pasos hasta Venezuela y su buena estrella le volvió a sonreír.

Su exquisita educación le ayudó a ganar crédito en una excluyente sociedad madrileña a la que, sin duda, pertenecía. El pedigrí le venía de cuna. Y también la sangre asturiana.

Su padre, Julio González-Pola García, fue un reconocido escultor que terminó trabajando para el Estado, cumpliendo los encargos de Alfonso XIII. Nació en Oviedo (1865), en el seno de una familia de militares. Sin embargo, encaminó su vida hacia las bellas artes. Se formó en la Escuela de Artes y Oficios de Oviedo y, ya en Madrid, estudió con el maestro Juan Samsó y Lengluy. Subió al carro de la cultura y llegó a disfrutar de la vicepresidencia del Círculo de Bellas Artes y la secretaría de la Sociedad de Pintores y Escultores.

El tío Emilio, sin embargo, sí que hizo carrera militar. Lucía la gran cruz laureada de San Fernando y el título de caballero de la gran cruz al Mérito Militar, por sus decisivas actuaciones en 1911 durante la guerra de Melilla.

En este contexto, Julio González-Pola disfrutaba de su desahogada vida en Madrid mientras maquinaba la forma de dar cancha a su amor por los coches. Entre juergas y dinero, trabó amistad con José Juan Pérez de Vargas, otro loco de las válvulas, que había cursado en Lieja (Bélgica) sus estudios universitarios como licenciado en Automoción y Control de Calidad. Eran la pareja perfecta para adentrarse en el mundo de la competición. El dinero de Julio González-Pola y los contactos de Vargas en el difícil hábitat del automovilismo formaban el cóctel perfecto.

Vargas lo explicó en una entrevista. «Hay una historia que la gente no conoce y que, por increíble, podría pensar que no es cierta. Era muy amigo de un chico de Madrid que se llamaba Julio Pola y que tenía muchísimo dinero, y yo me hice muy amigo de Giuseppe Farina, que tenía un carácter muy difícil, pero congeniábamos muy bien. Julio quería correr y, a través de Farina, le presenté al jefe supremo de Ferrari».

Fue en octubre de 1948, dos años antes de que Farina se convirtiese en el primer campeón de la historia de la Fórmula 1 con un Alfa Romeo.

Vargas y Pola llegaron hasta Barcelona, inscritos en el gran premio de la Peña Rhin, que debía celebrarse en el circuito de Pedralbes. Pero salir a la pista no iba a resultar nada sencillo. Un mes antes de la carrera, el adinerado asturiano hizo una prueba con un Gordini y logró un promedio de 145 kilómetros por hora. Ya había dos pilotos, pero uno se cayó a última hora. Llamaron a Pola y a Vargas. El sueño se desvaneció cuando los jueces de la carrera no dieron de paso el coche.

El fiasco resultó fundamental para que Julio González-Pola pudiese entrar directamente en la historia del automovilismo y se convirtiese en el primer español al volante de un Ferrari de competición. En una entrevista de la época, el protagonista cuenta cómo se hundió la segunda opción. «Me ofrecieron un Maserati, pero no iba bien y se gripó».

El destino ya le había puesto en el camino del «cavallino rampante». Gracias a la amistad de Vargas con Farina, González-Pola llegó hasta un italiano de apellido Tarabussi, que era el hombre de Ferrari en España. El francés Raymond Sommer había enfermado, así que ya era sólo el dinero lo que separaba a Pola del coche rojo. Pagar el elevadísimo alquiler del coche fue un juego de niños para el acomodado Pola. Los titulares de la «scuderia» eran Giuseppe Farina y el príncipe Bira de Siam.

Tal improvisación mandó al asturiano al último lugar de la parrilla. No había disputado la sesión clasificatoria, no había podido familiarizarse con el coche y el primer pisotón al acelerador iba a ser en la carrera. No le importó con tal de salir a correr a aquella pista, el objeto de sus deseos desde hacía años.

«Hasta la quinta vuelta no me enteré de dónde estaba metido, entre el pelotón de coches y el polvo que levantaban», confesó Julio González Pola después de la carrera, en la crónica del diario «Marca». Duró 38 vueltas, hasta que una avería, según unas fuentes, y una salida de pista, según otras, acabaron con la aventura. Tuvo tiempo de conseguir la mejor vuelta a los cuatro kilómetros de la pista triangular de Pedralbes entre los participantes españoles. El cronómetro oficial le dio 1.51 minutos, pero otras mediciones bajan cinco segundos su registro, conseguido en la vigésimo segunda vuelta de la competición.

El gran premio de la Peña Rhin era la última prueba de la Fórmula Internacional, sólo dos años antes del nacimiento de la Fórmula 1. Por eso González-Pola no aparece en los registros de la categoría reina. Sin duda, la competición en la que participó el asturiano se puede considerar el embrión de la F1.

Según cuenta su amigo José Juan Pérez de Vargas, entre el polvo y el ruido que tanto descentraron a Pola, tuvo tiempo para hacerle una jugarreta. Vargas era el segundo piloto y debía tomar el relevo tras el repostaje. Pero el asturiano no le dejó. Tal era su sed de competición, que cargó combustible y aceleró sin cumplir con el pacto. Vargas asegura que rondó a grandes como Bira, Farina y Villoresi. Incluso que llegó a marchar segundo en la carrera, antes de que las prisas por no dejarle subir al coche le llevaron a la cuneta, según su propia versión.

Ante una pasión desbordada, 250.000 espectadores en las cunetas de Pedralbes, la actuación de Pola no pasó desapercibida. Al parecer, Ferrari le ofreció un contrato para pilotar en Argentina e Italia. Así lo manifestó el protagonista y siempre quedará la duda de si se trataba de una bravuconada de piloto o de la pura realidad.

La fatalidad le visitó cuando estrelló su coche particular contra el madrileño Arco de la Victoria y un ciclista perdió la vida en el accidente. Dio con sus huesos en la cárcel y cuando pudo salir, gracias a sus contactos políticos de primer nivel, inició una nueva vida en Venezuela.

Si escapó de España o no es una incógnita, pero lo que asegura uno de sus descendientes es que salió del país en un vuelo regular.

Se le perdió la pista y tampoco se supo más de su matrimonio con la hija de un multimillonario que nunca aceptó al piloto rico por su vida despreocupada, su nocturnidad y su afición a las juergas. En Venezuela se desprendió del García y se convirtió en Julio Pola.

Su especial carácter le ayudó a abrirse camino y se labró una vida de lujo, también con los coches como «leit motiv». Fundó una empresa de materiales de construcción y acabó trabajando para el Gobierno del país, igual que su padre había conseguido en España. De nuevo se casó y junto a su esposa, Elva, se instaló en la lujosa urbanización de Las Mercedes, en Caracas.

No abandonó la buena vida. En cuanto podía, buscaba un restaurante español y encargaba paella. Seguía siendo un tipo espléndido. «Nunca te dejaba pagar», dice Juan Vené, piloto, jugador de béisbol profesional, periodista venezolano y amigo de Pola. «Se gastaba todo el dinero en los automóviles». Participó en cientos de carreras en América, sobre todo en Venezuela. Desde las 12 Horas de Sebring hasta los 1.000 Kilómetros de Buenos Aires.

En 1958 corrió el Gran Premio de Venezuela, con un Ferrari 250 GT Tour de France. Quedó segundo porque le ganó Jean Bhera, con el mismo coche, pero preparado para rendir 60 caballos más. La reacción de González-Pola fue instantánea. Pidió precio y le compró el Ferrari.

La afición a bucear en el árbol genealógico familiar llevó al asturiano Arturo González-Pola hasta su antepasado Julio González-Pola, el primer español inscrito por Ferrari en una carrera. Para resumir su parentesco, aclara que «mi bisabuelo y el suyo eran hermanos». Sobrino bisnieto, por lo tanto, de un pionero del automovilismo. «No habría logrado nada sin la ayuda de los amigos de "Viejas fotos actuales" y "Pasión al volante"», dos páginas webs de aficionados al automovilismo. También agradece la ayuda del periodista venezolano Octavio Estrada.

La nebulosa en torno a la vida de su ancestro y lo apasionante de las escasas referencias que tenía, llevaron a Arturo, que es hijo del pintor ovetense César González-Pola, a iniciar una ardua investigación tras la pista de un «pionero del automovilismo, mujeriego, aficionado a la bebida, extravertido y con gran sentido del humor», como le definió Félix Varona, el primer mecánico especializado en Ferrari de Venezuela y compañero de fatigas de Julio Pola en América. Varona lloraba cuando al asturiano emigrado sólo le quedaba esperar la muerte aquejado de un cáncer. González-Pola le dio la última lección: «No llores, he tenido una gran vida». Y le conminó a abrir una botella de champán y a brindar por su descanso.