La mejor bebida es el vino. ¿Puede alguien dudarlo? No lo hacían, por ejemplo, los antiguos griegos que en sus simposios se acompañaban del divino néctar de las uvas mientras discutían de los más trascendentales asuntos. Y tampoco el inglés Roger Scruton, autor de La filosofía moderna o Cultura para inteligentes, que ha escrito un libro de todo corazón, Bebo, luego existo (I drink therefore I am: A philosopher's guide to wine, Continuum International), en el que asegura que el vino es histórica y moralmente uno de los fundamentos de la civilización. Sus páginas incluyen muchos de los ingredientes de la cosecha tardía de Scruton: el conservadurismo social, amor a la tierra, la curiosidad filosófica y un especial interés por descorchar botellas polvorientas en la bodega bien surtida de su memoria. El autor las ilustra, además, con consejos para comprar o beber un sagrado Pomerol del celebradísimo Château Mazeyres, por poner un ejemplo.

Esto último es importante. Siempre que se escribe de vino en la filosofía o en la literatura -no me refiero, como es obvio, a las guías ni a las publicaciones especializadas- conviene hacer alusiones a aquel al que nos referimos. Ésa es una de las múltiples batallas que libra el crítico literario Bernard Pivot, eso sí, con la adorable pedantería que le caracteriza, en su Diccionario del amante del vino (Paidós, 2007), cuando cuenta cómo Víctor Hugo nos privó de conocer lo que bebía Lamartine el día en que desgarró con los dientes tres chuletas en el Ayuntamiento de París y apuró dos copas de contenido misterioso. «Dos copas, pero ¿de qué vino, querido Víctor?». O cuando reprocha a Blaise Cendrars que cite en Kodak menús con información de la procedencia de los productos comestibles, pero no de los vinos que se beben.

Se pregunta Pivot si Lamartine bebió un Mâcon, un Borgoña o un tinto de París. ¿O quizás un vino mediocre que se acarreaba hasta el Ayuntamiento y no tenía nada de revolucionario? «Reprocho a Víctor Hugo que se limitara al término genérico de vino y no precisara la naturaleza del que acompañó las chuletas de Lamartine». Para el director del legendario «Apostrophes», «no nombrar los vinos, cualquiera que sean, grandes o humildes, es faltarles al respeto, negarse a reconocer la especificidad de cada uno, privarse de un detalle importante, significativo, que se añade al retrato de un personaje o a la veracidad de una escena».

Pero volvamos a Bebo, luego existo. Scruton cree que consumir vino de manera prudente y adecuada puede ser beneficioso desde el punto de vista mental. El problema de esta tesis es que el vino, de la misma manera que nos ayuda a mejorar, también puede contribuir a empeorar las cosas. Es decir, ayuda a pensar y, también, a lo contrario. Pero, según el escritor y filósofo británico, el problema actual del alcoholismo radica en que las personas carecen de nivel cultural e intelectual, por lo cual son incapaces de mantener una conversación profunda y por eso consumen bebidas alcohólicas con resultados negativos.

Lo tiene claro Scruton. La mejor bebida es el vino, por encima de alcoholes más fuertes, por ejemplo, el whisky o la ginebra. En sus propias palabras: «El vino es una adición a la sociedad humana siempre que se utilice para propiciar la conversación y siempre que la conversación sea civilizada y general. Nosotros nos sentimos mal por las borracheras en las calles de nuestras ciudades, y muchos se ven tentados a condenar el alcohol por ocasionar disturbios, porque el alcohol es parte de la causa. Pero la borrachera pública, que condujo a la prohibición, surgió porque las personas bebían las cosas equivocadas de la manera equivocada. No fue el vino, sino su ausencia lo que causó el alcoholismo con ginebra en el Londres del siglo XVIII, y Jefferson tenía razón cuando dijo que, en el contexto norteamericano, el vino era el mejor antídoto para el whisky.

En lo que el autor insiste a lo largo de su refrescante tratado es que cuando se bebe vino socialmente durante una comida o después, y con plena conciencia de su delicado sabor y aura evocativa, rara vez esta bebida conduce a borrachera y mucho menos a un comportamiento revoltoso. Para Scruton, el problema del alcohol en las ciudades británicas, aunque esto podría trasladarse sin problemas a otros lugares con «botellón» o sin él, proviene de nuestra incapacidad para pagarle a Baco el debido tributo. «Debido al empobrecimiento cultural, los jóvenes ya no tienen un repertorio completo de argumentos o ideas para entretenerse mientras consumen sus copas. Ellos beben para llenar el vacío moral generado por su escasa cultura y ya conocíamos el efecto perjudicial de la bebida sobre un estómago vacío, pero ahora estamos observando el efecto mucho peor de la bebida sobre una mente vacía», escribe.

Un buen vino debería estar siempre acompañado, según Scruton, de un buen tópico de conversación, y ese tópico debería tratarse alrededor de la mesa. Igual que reconocieron los griegos, ésta es la mejor manera de considerar cuestiones verdaderamente serias. «Cualquiera que sea el efecto del vino sobre la salud física, tiene efectos mucho más significativos sobre la salud mental: un efecto negativo cuando no está unido a la cultura del simposio y positivo cuando está unido al mismo», recalca el autor de Bebo, luego existo.

Los antiguos tenían una solución para el problema del alcohol, que era disfrazar la bebida en los rituales religiosos, para tratarla como la encarnación de un dios cualquiera. Poco a poco, bajo la disciplina de los rituales, la oración y la teología, el vino fue siendo domesticado para convertirse en un orgiástico brindis en honor de los olímpicos. A continuación vino la eucaristía cristiana. Desde hace un tiempo, estamos familiarizados con el dictamen médico de que un vaso diario de vino es bueno para la salud y, también, con la opinión de que más de dos nos pueden poner en el camino a la ruina. Sea o no bueno para el cuerpo, Scruton sostiene, en el marco de la mente y del pensamiento, que el vino es bueno para el alma. Y que no hay mejor acompañamiento para él que la filosofía. En resumidas cuentas: al pensar con el vino se puede aprender no sólo a beber en los pensamientos, sino a pensar en las corrientes de aire.

El de Scruton es un buen libro de humor: sabe interpretar el estado de ánimo de una bebida de manera apasionada al tiempo que se recrea en ofrecer una denominación de origen para cada lectura o autor. A Descartes lo hermana con un Chateauneuf-du-Pape, a Platón con un dulce y delicado Vouvray y a Leibniz con un crianza o un reserva de Rioja. A Sartre, «un mal hombre» con un imposible Borgoña, de 1964, año de publicación de su autobiografía Las palabras (Les mots). In vino veritas.